En una caja de cristal sin tapa en la que ha pasado toda su vida, flota inerte mi tortuga. No se mueve, no espera, no medita, no razona, hasta decir que se aburre sería una prosopopeya. Yo la miro y ella me mira. Si acerco la mano al bote de su comida y le enseño una de sus tirillas de pienso, una pieza que parece madera seca y maloliente, saca el cuello, lo estira y lo retuerce. Si dejo caer un poco sobre el agua se agita ansiosa, como presa de espasmos. Por lo demás, su existencia es tan monótona como quepa imaginar, solo que ella no lo sabe. No tiene sueños ni aspiraciones y tampoco prejuicios, pretextos o excusas.
Mi vecino tiene un perro, ya os lo presenté el mes pasado. Es pequeño, esconde sus ojos entre un pelaje espeso y se mueve de un lado a otro siempre con premura, histérico sin motivo. Su dueño afirma que es muy leal. Una vez quise sacarle de sus fábulas diciéndole que un pequinés no podía ser algo así porque no tomaba decisiones libres, que simplemente era, por instinto, gregario. Me miró muy raro, yo diría que con algo de desprecio, así que lo dejé estar. El chucho tampoco tiene sueños ni ambiciones y carece, por supuesto, de prejuicios, pretextos o excusas. Perrea, y con eso ya ha echado el día, y yo conjeturo que sus horas son una tras otra tan parecidas e insulsas como dos granos de arena en medio de un desierto inmenso.
No les voy a negar que, como canta Rigoberta Bandini, hay momentos en los que casi tengo la tentación de desear ser el perro de un perro, pero por más que rehúya mi humana condición ella siempre me acompaña, pesada e insistente, recordándome a cada paso que no me basta solamente con vivir. La vida, si se entiende como el mero paso del tiempo, resulta insoportable. Un servidor, como mi vecino, como tú, siente una inevitable urgencia cotidiana por hacer con ella algo que merezca la pena, aunque he de reconocer que pocas veces con un éxito que me satisfaga.
Mi abuelo, hombre de campo con férreas costumbres, me decía de pequeño que la vida es un engaño y que hay que dejarse engañar. Nunca lo entendía entonces, pero ahora lo comprendo bien: necesitamos vivir para algo, para alguien. Mi amigo Enrique, que es un gran tipo con alma de filósofo, diría que los humanos requerimos un propósito, un para-qué. En definitiva, una esperanza.
Me encanta la esperanza. Es un gran misterio. Esa niña pequeña que se levanta todas las mañanas y nos da los buenos días (así la describe el gran Péguy). Y no solo eso. Nos dice lo que tenemos que hacer. Y aún con eso no le basta. Nos explica por qué tenemos que hacerlo. La esperanza, con su gracia infantil, nos pone las cosas en su sitio. Concreta el momento y lo llena de ilusión (ese “engaño” del que mi abuelo hablaba). Sin ella se hace difícil seguir adelante.
Haz la prueba. Mañana, al abrir los ojos, y también así pasado y al otro, dedica el primer instante a pensar para qué vives, por qué te vas a levantar, cuál es el motor de tu existencia. Te aseguro que saltarás de la cama corriendo a buscar a la pequeña esperanza, porque sin ella la circunstancia es un cementerio.
Es una extraña bendición poder decir con absoluto convencimiento que nada me basta, que todo es poco para mi corazón, que no hay horizonte tan ancho como el sentir de mis entrañas. Levantar los ojos al cielo sereno después de la jornada y sentirse pequeño ante la grandeza del universo, tapizado de luces ignotas. Solo que tales estrellas, con su descomunal tamaño y su fuego amenazante, son apenas un hilillo escapando por los pelos de la nada. No tienen sueños, ni aspiraciones, no saben de mí ni de sí, carecen de prejuicios, pretextos o excusas. Ante ellas soy un ser singular, curioso, diferente, el momento del cosmos en el que la realidad mira sus manos extendidas con asombro y alcanza a decir, estrenando el lenguaje, que hay un yo y una vida, anhelos y angustias, y que todo, el todo en el que estamos incluidos, ha de tener algún sentido.