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La última milla

 “La inminencia es más importante que el momento mismo”.

Creo que fue Alejandro Dolina, voz habitual en la medianoche de la radiofonía argentina, quien alguna vez lanzó tal frase.

Pues resulta que sí, que hay algo misteriosamente cierto en esa afirmación que rescata el valor de lo que es próximo, mas no todavía local; de lo que se insinúa, acaso tímidamente, casi a punto de suceder pero todavía no se ha cumplido.

Quienes sepan de cine a lo mejor puedan emparentar esta situación con la maestría en la ejecución del arte del suspense. A mí, que de cine no sé más que cualquier hijo de vecino, la idea me conduce inmediatamente a Galicia, más precisamente a O Pedrouzo, una pequeña localidad de la provincia de La Coruña, distante a unos 20 kilómetros de la ciudad de Santiago de Compostela.

¿Por qué O Pedrouzo? Porque fue allí donde pasé la noche del sábado 8 de agosto de 2020, en la víspera de mi (primera) llegada a la Plaza del Obradoiro.

La pequeña localidad coruñesa concentra desde entonces para mí el sabor de la inminencia: la estatua del gallo frente a la sede del Concello de O Pino; la ruta hacia Lugo que la atraviesa de par en par; el bar O Km 19, donde ya se respira el clima festivo que se prolongará al día siguiente; la iglesia de Santa Eulalia de Arca (y su imagen de la Virgen de Luján, quien todavía me tenía reservada otra sorpresa)… Todo en O Pedrouzo me remite a la jornada inmediatamente anterior a la consumación de mi primera peregrinación.

Viajo en el recuerdo a la circunstancia de aquella noche previa a llegar a Santiago y me vuelvo a reconocer en el ánimo agradecido y entusiasmado de ese (que es este) peregrino. El momento previo al cumplimiento de una meta, o a la concreción de un paso significativo en nuestra vida, siempre está dotado de una carga simbólica especial: frente a la última milla todos los momentos anteriores, todos los pasos dados hasta entonces, confluyen a punto de congraciarse en la realización del momento mismo, en el anhelado paso final.

Sin embargo, tal vez muchas -ay, demasiadas- veces soñamos con ese “momento mismo”, con aquella ansiada consumación; y así recordamos -no sin razón, qué duda cabe- especialmente los instantes de plena efervescencia. Pero en esta última palabra acaso ya pueda encontrarse sugerida una clave que explique esa tibia nostalgia que sentimos el día (y, en ocasiones, la hora) después del hito: jamás seremos capaces de detener el paso de aquel “ápice vertiginoso del tiempo” (que diría Jorge Luis).

Me pregunto entonces, queridos lectores, qué más nos quedará por descubrir, por recordar, por soñar, ¡por celebrar!, de las situaciones de inminencia, aquellas que son anteriores a “los momentos mismos”.

Me pregunto cuánto aun hoy podemos llegar a saborear, a gustar (y sentir de las cosas internamente, como dice san Ignacio por allí), a partir de lo que está casi a punto de lograrse, o suceder, pero todavía no.

Me pregunto en qué medida ya se nos ofrece hoy, en la circunstancia de la vigilia rebosante de esperanza, un rayo cierto de esa luz que esperamos descubrir por la mañana, al cumplirse el tiempo previsto, al completarse la tarea encomendada.

Quisiera terminar convidándote una invitación: date permiso para disfrutar de la experiencia de estar a un pueblo de distancia (o quizás dos, o tres) de tus metas, de tus vacaciones, de tus defensas de tesis, entregas finales o graduaciones por todo lo alto. No postergues la posibilidad de reconocer ahora -sí, ahora, entre exámenes y exigencias varias, y con el cansancio acumulado del curso a cuestas- la genuina y gratuita belleza del camino que estás recorriendo.

En suma, si puedes, procura disfrutar de la última milla.

¿Si no es ahora cuando? Pues para los objetivos cumplidos siempre nos quedará el recuerdo.

Buen camino.

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