Icono del sitio INSTITUTO JOHN HENRY NEWMAN

Yo, contigo

Juan Serrano Vicente

Lección Magistral del Prof. Dr. D. Juan Serrano Vicente en la celebración de  Santo Tomás el 26 de enero de 2018 en la Universidad Francisco de Vitoria.

Excelentísimo señor Rector Magnífico, autoridades académicas, muy querida comunidad Universitaria;

Quiero comenzar manifestando mi gratitud por la confianza depositada en mí para dirigir estas palabras, en forma de lección magistral, el día en que celebramos en comunidad la festividad de Santo Tomás. Confianza que espero no defraudar.

Se me ha pedido profundizar en el significado y el sentido de la comunidad en relación con la misión. Y creo que no puede haber comunidad verdadera donde no acontece un encuentro. Pero, ¿qué es concretamente un encuentro y cómo sucede?

Estamos sobrepasados. Nos reconocemos, quien más quien menos, incapaces de ofrecer la respuesta que se nos pide tal y como se nos pide. Y si alguna vez somos capaces de ofrecer esa respuesta, es a costa de algunas cosas que consideramos importantes, sacrificando algunos aspectos de nuestra vida que, inevitablemente, tenemos que desatender. Querríamos ser capaces de llegar a todo, de responder y de dar la batalla (¡y ganarla!) en todos los frentes que tenemos abiertos. Y no podemos. Persiste en nosotros, quizá, una sensación de que vamos haciendo todo, pero no lo hacemos del todo.

No es así siempre, evidentemente. Algunos días nos levantamos con más fuerza, más optimistas. Otros días, sin embargo, pareciera que el mundo se nos echa encima y nos aplasta.

A mí me ocurrió el otro día. Este inicio de semestre está siendo duro. Estuve en Roma con los alumnos de 1º de Relaciones Internacionales y, al volver, las clases ya habían comenzado. Empiezo con retraso. Tengo tres asignaturas nuevas (120 alumnos más) que se añaden a las cuatro anuales que traigo desde el primer semestre. La primera reunión del grupo de investigación me hizo sentir el peso de la necesidad de publicar. Un pensamiento: “se estaba mejor con la tesis”.

En realidad, nada que exceda mis obligaciones cotidianas. Nada distinto de cualquier otro año.

Pero un peso empieza a atenazarme. Mis límites empiezan a adueñarse de mí. Intento decirme a mí mismo: “Venga, tú puedes. No es para tanto”. Y entonces un mail del director de Promo: “Juan, ya que casi no tienes trabajo, ¿por qué no das la charla de Santo Tomás?”.

Uno es débil. Por más que queramos o intentemos sobreponernos a nuestras limitaciones, nos resulta muy difícil. Más aún, a pesar de que nos repitamos constantemente que no nos definen nuestros límites y defectos, nuestra incapacidad, nos resulta a menudo imposible mirarnos más allá de ellos.

Claro que tenemos cosas buenas, claro que tenemos excelentes cualidades. Y lo sabemos. Entonces, ¿por qué nos sucede que muchas veces somos incapaces de mirarnos más allá de ellas?

Atención

Intuyo que la respuesta tiene mucho que ver con una cierta discapacidad propia de la modernidad: queremos ser autosuficientes. Algo en nosotros se rebela ante la idea de que mi crecimiento no depende únicamente de mí. Por eso nuestra limitación se convierte en una imposibilidad de cumplimiento y de desarrollo. Entonces el mundo y los demás se convierten en un enemigo a batir.

Pero, ¿no nos ha pasado alguna vez que ante un día malo aquello que lo ha salvado ha sido un comentario al vuelo de alguien a quien no solemos tener en cuenta? ¿O una buena noticia que nos pilla por sorpresa?

Algo inesperado, imprevisto, en medio de una jornada llena de agobios, de carga de trabajo y de peso por nuestra propia incapacidad de repente se llena de luz. No desaparece nuestra limitación, pero se coloca. Ya no es un impedimento absoluto. Ya no es un peso inconmensurable. De repente, parece que la vida se abre.

Si lo que nos rescata -no de nuestras obligaciones, sino de que estas se conviertan en un peso insalvable- es un imprevisto, algo inesperado que nos sale al encuentro, la actitud que se requiere no es otra que la atención. Estar atentos es la condición de posibilidad para poder reconocer aquello sin lo cual no somos capaces de dar ni un paso en la vida.

Sencillez

Pero, ¿y si no sucede nada? ¿Y si pasan los días y los meses y no hay nada que nos rescate del peso de nuestra incapacidad? ¿Y si no hay imprevistos?

Entonces, estamos condenados a no saber en plenitud quiénes somos.

Y hay otra posibilidad de condenación aún más atroz: que ante el imprevisto que nos rescata digamos que no.

Hay un cuento muy breve de una autora italiana, llamada Elsa Morante, que explora esta terrible posibilidad. Se titula El nazi y la flor. En él se narran los últimos momentos en la vida de un soldado de las SS, el cuerpo de élite paramilitar alemán al servicio del Partido Nazi durante el Tercer Reich.

Nuestro soldado, del que no se nos dice el nombre, está camino del patíbulo. Va a ser ajusticiado por los horribles crímenes que ha cometido. De repente, cuando le quedan 50 pasos, en una pared de hormigón de la cárcel, se encuentra una flor.

Elsa Morante describe la experiencia del soldado de las SS ante la flor. Dice:

“Era una florecilla miserable, compuesta de cuatro pétalos violetas y de un par de hojitas pálidas; pero con aquella primera luz del alba, el soldado vio en ella, con su esplendor, toda la belleza y la felicidad del universo, y pensó: “Si pudiese volver atrás y detener el tiempo estaría dispuesto a pasarme toda mi vida adorando esa florecilla”.

Entonces, como desdoblándose, escuchó dentro de sí su propia voz, pero llena de gozo, limpia, y sin embargo lejana, venida de quién sabe dónde, que le gritaba: “En verdad te digo: por este último pensamiento que has tenido al borde de la muerte, serás salvado del infierno”.

Como podemos ver, la aparición de la flor delante del soldado produce en él, de modo inmediato, una experiencia de belleza y felicidad que le inunda por completo. La flor, algo que él no hubiera podido siquiera soñar, que no puede fabricar y que no ha puesto él ahí, es su salvación. Lo comprende perfectamente. Y nace en él el deseo del bien. Por eso dice Dostoievski que “la belleza salvará al mundo”: ante la belleza -que es otro nombre para la verdad y para el bien-, experimentamos en nuestra carne la salvación.

Y la salvación se produce de modo totalmente inmerecido y sin pedir nada a cambio: lo único que requiere es ser aceptada.

Pero no basta con que se nos dé este regalo imprevisto y que lo reconozcamos con atención. Requiere a cada instante que lo aceptemos, que nos dejemos abrazar por él.

El cuento termina trágicamente con el soldado rechazando la salvación que le es ofrecida en la flor. Con violencia la arranca -con los dientes, pues tenía las manos atadas-, la escupe al suelo y la pisotea. El soldado de las SS, en el cuento de Elsa Morante, muere lleno de rabia, en una maldición sacrílega. Nunca conocerá el paraíso.

La segunda actitud, por tanto, es la sencillez. Necesitamos aprender a dejarnos abrazar por los regalos que se nos dan de modo inesperado, inmerecido y gratuito. Lo mejor que nos ha sucedido en la vida -creo que hablo por todos los presentes- no nos lo hemos ganado.

Aquí aparece una dificultad evidente que tiene que ver con nuestro tiempo. Los testimonios modernos comienzan siempre con una variante de la frase “a mí nadie me ha regalado nunca nada”, como si tuviera más valor que yo me lo haya ganado con todo en contra. No creo que sea necesario matizar que es posible comprender con benevolencia lo que se quiere decir con esta frase: normalmente se trata de poner en valor el esfuerzo y el empeño en la consecución de los objetivos.

Sí me interesa destacar la mentira que se esconde detrás de aquella afirmación: la mera posibilidad de encontrar algo por lo que empeñarse en la vida requiere haber sido concebido y alumbrado, haber sido alimentado, haber sido educado, etcétera. El camino más sencillo para alcanzar nuestra segunda actitud, la sencillez, necesaria para dejarse abrazar es la gratitud. Tenemos mucho por lo que estar agradecidos.

Memoria

Y de la gratitud podemos extractar nuestra tercera actitud: la memoria. Mi profesor de Antropología Filosófica, don Alfonso Pérez de Laborda, definía al ser humano como “carne enmemoriada”.

La memoria, en relación con lo que nos ocupa, es aquella capacidad que nos permite volver a vivir aquellas experiencias que han sido significativas para nosotros. La memoria posibilita la gratitud porque nos permite reconocer que somos, fundamentalmente, dependientes. No en el sentido patológico: somos relación con algo que nos constituye y nos precede, que no producimos nosotros, y sin lo cual no podemos crecer.

Para ilustrar esto, no me resisto -aunque algunos de vosotros ya lo hayáis sufrido- a recurrir a una escena de una película en la cual esto se percibe con una claridad enorme.

Tanto Buzz como Woody son esclavos, están atrapados.

Para quien no haya visto la película o para quien la tenga oxidada en la memoria, es necesario introducir un poco los antecedentes. Buzz aterriza en una comunidad de juguetes que ya está formada. El desempeño de este grupo depende primariamente del reconocimiento de quiénes son en relación con Andy: son sus juguetes.

Pero Buzz no es un juguete, es un ‘space ranger’, un sujeto con una misión concreta que ha sido desplegado en esa casa. Para no liarnos más con la historia: en un momento determinado Buzz averigua que, efectivamente, es un juguete; no tiene ninguna misión especial ni es distinto de otros miles de Buzz Lightyear como él. En un último intento por afirmarse a sí mismo, se destruye y canta: “I will go sailing no more”; no podré volar nunca más.

En la escena que acabamos de ver, Buzz y Woody han sido secuestrados y llevados lejos de Andy, cuya familia se está mudando. Tienen que conseguir escapar de allí para volver con su dueño.

Buzz Lightyear es libre de levantarse e ir adonde quiera. No hay nada que le ate, más allá de la incomodidad que le pueda suponer tener un cohete pegado a la espalda.

Woody, sin embargo, está confinado en una caja y no puede moverse con libertad.

No es esta, sin embargo, la diferencia más radical entre ellos. El abismo que les separa se encuentra en la conciencia que tienen de sí mismos en relación con su misión y con el que la convoca. Woody, si pudiera, sabría inmediatamente a dónde ir y qué hacer.

Buzz ha perdido la ilusión de vivir y todo le da igual. Le da igual vivir en la casa de Sid que en la casa de Andy. No encuentra una razón por la cual le merezca la pena levantarse y caminar.

Puede que a nosotros nos ocurra lo mismo. Tanto a nivel personal como a nivel comunitario. Puede que no sepamos mirarnos a través de los ojos de quien nos quiere y, entonces, solamente seamos capaces de ver nuestras limitaciones.

Lo que pone en marcha a Buzz es la conciencia de pertenencia. ¡Lo que le hace verdaderamente libre es el reconocimiento de su dependencia!

La misión no es únicamente aquello que está por delante de nosotros, sino aquello que está en el origen de nuestra comunidad, aquello que nos convoca y constituye.

El empeño por construir una comunidad significativa, que suponga un crecimiento para todos no parte primariamente del esfuerzo personal puesto en común, sino del reconocimiento de que tanto en el origen como en el fin último hay algo que nos supera, más grande que nosotros; que nos convoca.

La pertenencia a una comunidad exige, por supuesto, una serie de compromisos de la persona. Pero antes que ellos, la comunidad es un lugar donde uno se reconoce a sí mismo (“sé quién soy”) de modo verdadero. Soy, primariamente, en relación.

Si Buzz no reconoce, gracias a Woody, que Andy le quiere de verdad, que es SU juguete, nunca hubiera podido ser libre para cumplir las tareas que se le pedían.

Y Buzz vuelve a volar y a gritar: “Hasta el infinito, y más allá”. Y ahora, de verdad, con sentido.

En el caso que nos ocupa, la comunidad universitaria, la relación está en tensión siempre hacia el cumplimiento de la misión. Pero no está únicamente en el horizonte del futuro, sino que es la que convoca, la que produce la génesis de la comunidad. “Somos, juntos, para algo”.

Construir una comunidad universitaria de personas que buscan la verdad y el bien es únicamente posible porque antes hemos conocido ya el bien y la verdad y la belleza. Es más, porque el bien y la verdad se nos han dado.

Para poder hacer cada día, con sentido y con verdad, las cosas que se me han encomendado, necesito reconocer a cada momento que alguien me convoca. Y este reconocimiento, este encuentro, sería imposible si no existiera un Woody a mi lado que me obligara a mirarme a través de la mirada de quien nos convoca.

¿Quién es mi Andy? ¿Reconozco en el día a día (en el puesto de trabajo) que esto es más que una metáfora? ¿Es decir, nos pasa esto?

Ojalá. Ojalá intente que no se borre de mi suela el nombre de quien nos convoca.

Ojalá nuestro caminar juntos parta siempre de la conciencia de que algo más grande, más verdadero y bello, nos precede.

Salir de la versión móvil