El dolor se ha hecho patente en las últimos días. Un dolor agudo, inesperado, que nos encuentra impotentes ante la desgracia. Datos históricos, catástrofe de proporciones aún incalculables, imágenes que superan con mucho los efectos especiales de cualquier ficción apocalíptica. Horror y destrucción en forma de diluvio que cala de pena hasta los huesos.
De repente, todo tu mundo se viene abajo. La realidad que conocías desaparece y ya nada volverá a ser como antes de la tragedia. Lo más elemental, lo que damos por hecho, deja de estar a nuestro alcance. Y la impotencia se magnifica aún más, cuando el socorro que esperas no llega, cuando parece que nadie se acuerda de ti. Entonces la angustia crece en el pecho y la perplejidad deja paso a las lágrimas, tantas, que empapan la tierra ya calada y suben en marea hasta las rodillas de pies descalzos.
Cuando el barro todavía está fresco y las cifras se convierten en incertidumbre, es casi imposible imaginar que el sosiego pueda volver a sus vidas. Los que ya no tienen (casi) nada se afanan en restituir la paz a sus días, encontrar a los perdidos, enterrar a sus muertos y enjugar la lluvia y el llanto; mientras en su corazón se va fraguando la pregunta que apela a lo más alto: “¿Por qué?, ¿por qué?, ¿por qué?”.
Voltaire, ante la devastación del terremoto de Lisboa de 1755, arremetió contra el argumento optimista de Leibniz cuestionándose: ¿Por qué permite Dios que esto ocurra en el mejor de los mundos posibles? Unos años después escribió su novela Cándido, que parodiaba la imagen del filósofo alemán y su confianza en la bondad providente, ridiculizando así sus estudios sobre el mal físico y el sufrimiento. ¿Qué sentido tiene el dolor, la enfermedad, la muerte? Ante estas preguntas se abre el incuestionable abismo del misterio.
La respuesta, entonces, alejada del discurso racional, se atisba en el rayo que proporciona la poesía, los versos que brotan del corazón y ascienden al cielo en forma de plegaria. De este modo, con el anhelo de reencontrarnos con la esperanza, descubrimos cómo el poeta Miguel D’Ors sintetizó con delicada belleza lo que puede ser la clave para comprender (casi) todo lo que ya nos ha sucedido o va a sucedernos en la vida. Los porqués de las alegrías y las penas, de los gozos y las sombras.
Porque todo es camino
aunque la ruta a veces parezca una traición,
porque cuanto sucede nos acerca,
porque sé que la escena
final de mi película
eres Tú.
Intuimos, y no es candidez ni vana ilusión, que de nuevo saldrá el sol, que la historia no termina aquí y que un nuevo giro del argumento nos proporcionará un destello del final feliz que todos deseamos, un alivio, una alegría de consuelo. Y así, poco a poco, regresará la calma, se secarán los campos, cicatrizarán las heridas y los que ahora lloran volverán a sonreír.