INSTITUTO JOHN HENRY NEWMAN

¡Viva la madre que te parió!

Hoy habrá maratón de orquídeas por la calle.

Tras ellas, un hijo, una hija, una familia al completo portándolas a una madre. Aparentemente, qué signo más “comercial” e idéntico. Como tantas cosas, aparentemente. Pero en ese gesto hay algo que nos excede: ¿cómo se puede agradecer a alguien que te haya dado la vida, y no solo ese día de dolores de parto, sino a cada instante?

Con esta pregunta parece que yo quisiera idealizar la entrega de las madres, como señoras sacrificadas, sacadas de un cuadro de Julio Romero de Torres; bellas madres con aureola de foto en blanco y negro (que siempre nos hace querer más al retratado porque huele a obituario). No. Soy madre, sé bien de los límites del amor de madre. Pero también sé que desde que aparece el mochuelo, si una es medianamente normal, del montón (como todas, vaya) ya no dejas de dar la vida. A veces a regañadientes, a veces “agggg en todo lo que se menea”, a veces soñando con la soledad, a veces muy frustrada, y a veces, muchas, muy impotente. Pero siempre con la certeza de que ya no sabrías, no querrías ser otra cosa que madre de tus hijos. Y que sí, que darías la vida por ellos si te lo pidieran. Y que, de hecho, eso es lo que haces, porque te lo piden con su presencia a cada rato.

En este día de la madre lo que yo deseo y pido es saber entregar la vida.

No querer más, sino mejor. Porque a los hijos los queremos mucho, pero no siempre los sabemos querer bien. Es decir, querer su bien, que será el nuestro, por ende. Y junto a esto, también sabernos perdonar un poco, porque el mundo ha ido de trauma materno en trauma materno, y aquí estamos, oiga.

Pretender educar con lo que no somos, con lo que nos gustaría ser pero ni por asomo, es una falacia y una gran inmadurez. Necesitan adultos que sepan que la vida no es perfecta, y que, por tanto, sus padres menos, pero que con estos bueyes vamos a buscar la verdad juntos y va a ser toda una aventura, porque juntos, sin habernos hecho del todo al horno ninguno, vamos al destino.

Nuestros hijos nos miran de reojo hasta cuando duermen, les educa y les hace nuestra presencia, nuestra identidad, aquello que realmente somos, por lo que nos movemos en la vida, de lo que tenemos lleno nuestro corazón. Por eso es tan importante que no dejemos de educarnos y vivir a fondo nosotros, porque de esa sobreabundancia vivirán ellos.

Me voy a poner en agua mi orquídea.

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