He vuelto a hacer el Camino de Santiago. Diez años después de la última vez. Ahora con alumnos de la UFV. Apenas tres etapas del camino portugués para recordar (volver a pasar por el corazón y por los pies) que la vida no es una tómbola, sino un don y una tarea; un camino que tiene su trama; y que, al fin, no somos seres para la muerte, sino para la Gloria (y para su Pórtico).
Claro que la ¿casualidad? quiso ponernos a prueba y hacernos arrancar las dos primeras etapas desde las puertas de dos tanatorios, a las afueras de las localidades donde comenzábamos a caminar. No lo teníamos previsto y, como la vida misma, allí nos la encontramos. Una dramática incertidumbre, que nos asaltó antes de poder decir nada, antes de dar siquiera el primer paso del día.
La muerte estaba – como suele hallarse en nuestro tiempo- confinada a las afueras, aséptica y cremada, como si no fuera con nosotros, como si estuviera prohibido hasta que los muertos protagonizaran su propia muerte y hubiera que esconderlos.
No fue siempre así. Bastaron unos pocos kilómetros para ver cómo en las aldeas gallegas los viejos cementerios siguen abrazando a las iglesias en el mismo corazón del pueblo, en el inevitable pasar de cada uno de nosotros, peregrinos.
Al acercarme a uno de esos camposantos, ya cerca de Padrón, yo también tuve la tentación de pasar de largo. El hombre huye ante la miseria de su corazón, que decía Pascal. Pero fueron dos peregrinas norteamericanas las que, providencialmente, lo impidieron. Parecía que estaban intentando hacerse un selfie que no acaba de salirles bien del todo, y me pidieron que les hiciera una foto clásica. Estábamos en el borde del camino, por encima de la iglesia y de los muertos, que descansaban en una pequeña hondonada. Que se vea sobre todo el cementerio, por favor –me dijo una-. Pensé que podría haber un punto de turista frívolo en la cuestión, pero me equivoqué. Estamos rezando por los difuntos que nos vamos encontrando y nos vamos haciendo fotos junto a ellos -me dijo la otra-.
Les di las gracias antes de que me las dieran a mí por la cuestión menor de haber sido su fotógrafo. Es lo que tiene la muerte cuando la dejamos ser maestra de nuestro quehacer, que se ríe de nuestros prejuicios y de nuestros halloweens personales, y nos da una lección de vida.