Llevamos más de un mes con los supermercados llenos de caramelos en forma de calabazas sonrientes, murciélagos mutantes, momias móviles y esqueletos temblorosos. Anuncios de descuentos terroríficos. Fiestas monstruosas entre calabazas inquietantes. Hace un par de décadas que en una entrevista televisiva un asesino en serie confesaba al periodista que a él le atraía mucho la muerte. Contra lo que podíamos esperar de tan inquietante protagonista, su respuesta era que pensaba en ella porque ya no se encontraba en condiciones de estar en este mundo. ¿Lo estoy yo? Y, sobre todo, aun suponiendo que aquí estemos muy a gusto, ¿estamos en condiciones de pasar al otro mundo? ¿Cuál es el miedo real que nos acecha, el de vivir o el de morir?
Da la impresión de que con tan terrorífica y cómica parafernalia queremos huir de la pregunta. ¿No será este derroche de triquiñuelas un modo de enmascarar la muerte? ¿No queremos pensar en la muerte y la conjuramos tomándola a broma?
El caso es que desde los medios de comunicación y las omnipresentes redes sociales nos acechan constantemente guerras, catástrofes, atentados, desgracias sinnúmero que han convertido la muerte en un espectáculo. ¿Acaso buscamos con estas fiestas rebajar su dramatismo? ¿O es que pensamos que la muerte es algo que solo les sucede a otros?
No hace tanto desde que vivimos asediados y amenazados por una pandemia que nos obligó a tomar conciencia de que la muerte es real, no una posibilidad ni una probabilidad, sino una certeza. Alejarla en el tiempo es la expresión de ese anhelo de eternidad que mueve el espíritu humano. Queremos vivir para siempre. ¿Entonces? El escritor Fabrice Hadjadj publicaba un provocador ensayo titulado «Tenga usted éxito en su muerte». ¿Un susto de muerte? No, un aliento de verdadera vida.