Parafraseando a Bergson, un poeta es uno de los afortunados que perciben en la realidad la belleza sin el velo que nos impide a los simples mortales observarla. O en palabras de Platón, un ser inspirado que escribe al dictado de las musas lo que ellas susurran a su alma dominada durante un arrebato de locura divina. Un poeta posee ojos que ven más; oídos que oyen mejor; y boca y pluma que dicen lo que ningún otro diría y como nadie lo haría. Un poeta para el tiempo y lo sostiene flotante. Un poeta está tocado por Dios.
Ocurre a veces cuando viajas, que sobrevienen situaciones inesperadas en las que sales de tu adorada rutina y te introduces en una secuencia caprichosa de rostros, lugares y voces que te despiertan de nuevo a la realidad y a la asombrosa e imperfecta perfección del ser humano. Pues bien, uno de aquellos días, durante un desayuno madrugador y somnoliento, entre uvas, café y delicioso pan recién horneado, a la mesa —aleatoriamente conformada por varios viajeros— el poeta fue presentado como tal.
El centro de conversación se trasladó rápidamente hacia la maravillosa rareza y, mientras la aurora de rosados dedos aparecía, uno de ellos le planteó una cuestión irresoluble: “¿Por qué escribes poesía? ¿Para que otros te lean o para volcar en el papel todo lo que llevas dentro?”. Entonces, yo, sabiendo que no hay réplica posible, me levanté para servirme más uvas.