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¿Perdón sin reproches?

Manuela, dos años y medio, juega en el cuarto de estar de sus abuelos maternos. El abuelo le dice algo que a ella le molesta mucho. Manuela, ante la perplejidad de los presentes, le suelta con su lengua de trapo algo parecido a un “…a la porra”. Su madre la saca fuera y le dice contrariada: “Al abuelo no puedes hablarle así y menos mandarle a la porra. Quédate aquí y piénsalo despacio. Cuando estés preparada, vuelve y pídele perdón”. Manuela regresa. Se acerca a su abuelo y le dice: “¿Me perdonas?” Él contesta: “Sí, te perdono, pero está muy mal lo que has hecho”. La niña calla. Poco tiempo después el abuelo pasa a su lado y le repite de nuevo: “Recuerda que eso que has dicho está muy, pero que muy mal, no lo esperaba de ti”.

Llega la hora de volver a casa. Manuela, cogida de la mano de su madre, va a darle un beso a su abuelo para despedirse. Su abuelo, por tercera vez ya, le echa una reprimenda a cuenta de lo sucedido por la mañana. La pequeña no dice nada. La madre tampoco. Se van juntas por el pasillo, Manuela se para, se suelta de la mano y confundida, levanta sus ojos hacia ella. Con gesto de extrañeza le pregunta: “pero, entonces, ¡¿m´ ha perdonao o no m´ha perdonao?!”.

Cuántas veces “perdonamos” desde una cierta superioridad moral y con algo de fanática vehemencia, empeñados en que quede constancia de que tenemos la razón, convencidos de que nuestra verdad ha de quedar por encima de todo, incluso de aquel a quien creemos perdonar.

Es entonces, sin apenas darnos cuenta, cuando con ese tono de acusación, solapada y sutilmente, vamos enterrando poco a poco, bajo capas de finos y mordaces reproches, aquel débil y condescendiente “te perdono”.

Manuela, a pesar de su corta edad, intuye ya que el verdadero perdón es un regalo inmerecido, gratuito y sin contraprestaciones de ningún tipo.

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