Llega la hora de volver a casa. Manuela, cogida de la mano de su madre, va a darle un beso a su abuelo para despedirse. Su abuelo, por tercera vez ya, le echa una reprimenda a cuenta de lo sucedido por la mañana. La pequeña no dice nada. La madre tampoco. Se van juntas por el pasillo, Manuela se para, se suelta de la mano y confundida, levanta sus ojos hacia ella. Con gesto de extrañeza le pregunta: “pero, entonces, ¡¿m´ ha perdonao o no m´ha perdonao?!”.
Cuántas veces “perdonamos” desde una cierta superioridad moral y con algo de fanática vehemencia, empeñados en que quede constancia de que tenemos la razón, convencidos de que nuestra verdad ha de quedar por encima de todo, incluso de aquel a quien creemos perdonar.
Es entonces, sin apenas darnos cuenta, cuando con ese tono de acusación, solapada y sutilmente, vamos enterrando poco a poco, bajo capas de finos y mordaces reproches, aquel débil y condescendiente “te perdono”.
Manuela, a pesar de su corta edad, intuye ya que el verdadero perdón es un regalo inmerecido, gratuito y sin contraprestaciones de ningún tipo.