Para nada. Las cosas de verdad importantes no sirven para nada, si por servir entendemos que producen algo externo a nosotros mismos o que aumentan el saldo que casi no tenemos en el banco. Y sin embargo las necesitamos tanto como el pez que sacamos del río necesita volver al agua, a bocanadas. Lo importante es inútil, pero esencial. Pasa con la alegría, con la amistad, con la confianza… y con la ternura.
Llega diciembre y con él, el olor a Navidad, esa mezcla de mazapán, turrón, galletas de jengibre, muérdago y un poco de musgo. Y los anuncios de perfumes y juguetes, fiestas y moda, viajes y seguros. Imágenes y olores que tienen una utilidad clara, nítida, pero ¿por qué no se quedan más que en simulacros de Navidad? Porque ocultan, esconden o camuflan la ternura, la clave a la que nadie puede resistirse.
La Navidad compendia en un solo gesto lo más sorprendente de entender, lo más duro de asumir y lo más difícil de realizar: que todo un Dios se despoje de su grandeza, se haga uno de nosotros y nos salve. ¿La síntesis perfecta de todo esto? El gesto de ternura por excelencia: la mirada de una madre al hijo recién nacido en sus brazos. Hasta el ateo Sartre lo entendió y describió como nadie ese momento, esa mirada, ese misterio en el que la leche de una madre «se convirtió en la sangre de Dios».
Llega la Navidad. En una sociedad polarizada que solo entiende de divisiones maniqueas entre likers y haters la ternura nos descubre que para salvar cualquier diferencia abismal hay que tener el arrojo de Dios Niño. En el pesebre proclama que todo cuanto existe —incluido tú mismo— solo tiene su razón de ser en un acto primero de amor, todo es don.