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Marie Kondo o por qué una camiseta sí puede traer la felicidad

Paula Martínez del Mazo
@paulamartinezdm

Desde que Netflix estrenó la serie de Marie Kondo, la gurú japonesa que ha puesto patas arriba los hogares de muchos con su método para ordenar y a otros tantos les ha regalado unas buenas risas, he escuchado a amigos y conocidos que ridiculizan hasta extremos desorbitados esta propuesta. Un método que por sencillo puede parecer ridículo, pero creo que no hay nada más necesario que nos recuerden una y otra vez lo evidente. Y con evidente no me refiero al hecho de que cuando ordenamos un espacio ya sabemos que nos ayuda a ordenar la mente, a organizarnos mejor, a hablar menos de lo que me queda por hacer y más entre nosotros o a evitar tirarle a algún ser querido un cenicero a la cabeza por pura desesperación. Con evidente me refiero a que Marie Kondo utiliza el único método que a mi juicio es verdadero: preguntarnos si lo que tenemos delante corresponde más o menos con nuestro anhelo de felicidad. 

Es cierto que si nos paramos a pensar un momento, la pregunta que Marie le hace a los objetos podría parecer que no corresponde con su naturaleza. De aquí viene nuestra ridiculización. ¿No es acaso extraño preguntarle a una camiseta si nos produce felicidad? ¿Qué es la felicidad, en primer lugar? ¿Y en qué mundo medianamente razonable se lo preguntaríamos a una camiseta, a un libro o a un cortacésped? Sería más adecuado preguntarle a las cosas si nos sirven, si nos otorgan comodidad, si nos hacen estar más guapos, más delgados, más calientes, etc. ¿Es esto lo mismo que preguntar por la felicidad, entonces? 

Digo sí. 

Sí porque nuestra felicidad no puede estar desligada de la realidad concreta (sí, también una camiseta) porque somos seres carnales, concretos y de lo cotidiano. La felicidad no se juega en otro campo que en el de la realidad que tenemos delante. Puesto que somos de carne y hueso es razonable pensar que la felicidad deberíamos poder encontrarla en la carne y en el hueso. En la camiseta y en el cortacésped. En el libro y en la florecilla del jardín. 

Digo otra vez sí porque la pregunta que hace Marie Kondo a las cosas nos educa en nuestra relación con todo lo que nos rodea y nos descubre un nexo fantástico entre lo contingente y eterno. ¿Qué quiero decir con esto? Que lo que realmente está preguntando Marie a las cosas es si se acercan más o menos a la exigencia de felicidad que tiene. Exigencia que podríamos identificar, más que con un sentimiento (así lo llama ella), con ese deseo profundo que nos pide que cada instante, cada objeto y cada circunstancia nos de una plenitud desproporcionada. 

Por eso esta Navidad hemos vuelto a esperar la cena familiar perfecta cuando la pasada distó mucho de serlo. Por eso cuando salimos a cenar con nuestro novio, cuando quedamos con los amigos, cuando vamos a clase o al trabajo, cuando pensamos que somos más guapos con el jersey nuevo de Zara que nos hemos comprado en rebajas o cuando lo que sea, descubrimos en nosotros que estamos esperando una y otra vez que “esta vez sí”, “esta vez con esto”, sea el momento en el que voy a poder ser feliz. Otorgar categorías de felicidad a una camiseta es profundamente humano, porque lo que le pedimos no es una cuestión meramente útil. Le pedimos todo a la camiseta; le pedimos, ni más ni menos, que nos haga felices. 

Y como somos seres de lo concreto, efectivamente experimentamos que la camiseta nos hace felices pero al mismo tiempo sucede algo que nos aplasta: pasado un tiempo, volvemos a estar insatisfechos. Y nos decimos a nosotros mismos: “¿Pero por qué he podido esperar tanto de una camiseta? Voy a bajar mis expectativas, voy a esperar menos de las cosas y de las personas, la próxima vez ya no me pasa”. Y volvemos a esperar y volvemos a sufrir, y volvemos a buscar algo que “esta vez sí” nos de la plenitud que buscamos. ¿Esto alguien lo entiende? 

Así lo expresaba el poeta José Luis Hidalgo en su poema «Desproporción»: 

Yo no sé por qué hay un límite en cada cosa. 

No sé. 

Qué es esto de la curva y de la recta. 

Por qué un árbol está por el aire y de pronto se muere. 

O por qué se queda desvanecido un silencio aunque no le veamos el límite ni sepamos si lo tiene. 

No sé por qué una puerta puede aislar con su tapón todo un cuadrado. 

No sé. 

Porque hay cosas que están justas que no pueden ser más. 

Y por qué no tendrá su forma propia el Odio o la Tristeza. 

Porque un corazón vive sin forma. 

Yo no sé si acabará el Infinito. 

Pero un no o una roca también acaban. 

Y él quizá tenga su arquitectura, como todo. 

Porque una lágrima es pequeña pero pudiera ser un mundo. 

Y una estrella es grande pero pudiera ser como una lágrima. 

Debieran ser los mares los que cayeran en las lágrimas. 

No comprendo la gran desproporción de las cosas. 

Porque el mundo debiera ser pequeño y una pasión como mil mundos. 

No sé por qué una garra no es de grande como la Historia 

o como veinte siglos. 

O un siglo no es sólo un minuto. 

No sé. 

O una cabeza más grande que un planeta, porque contiene a éste. 

Un nervio de toro debiera ser como una nebulosa. 

Y un desierto como un grano de arena. 

Por eso las cosas están tristes. 

Y todas las cosas lloran la desproporción del mundo. 

El problema entonces no son las cosas sino la desproporción entre las cosas y nuestro deseo. Por eso es tan humano preguntarle a las cosas si nos hacen felices. De hecho, es lo que hacemos, como Marie Kondo, a cada instante. 

Este artículo ha sido publicado previamente en Democresia.es con permiso del autor.

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