Quizás el lector haya escuchado hablar del miedo a la página en blanco. Es una situación típica del escritor, del artista o de cualquiera de nosotros cuando nos vemos en la necesidad de tomar una determinación de las que marcan la vida: qué estudiar, con quién salir, a qué trabajos aplicar, qué hacer con nuestra vida. En esta situación la inquietud no surge por una amenaza concreta (el ataque violento en mitad de la calle, el examen que nos espera mañana, la acción gratuitamente arriesgada al conducir que nos ha puesto en el filo del accidente de coche), sino que nace de algo más peligroso, precisamente por su condición indeterminada, abstracta: ¿por dónde tiro?, ¿no podría alguien tomar la decisión por mí?, ¿cómo empezar a decidir qué quiero empezar, a qué quiero decidirme? Esas son las preguntas que paralizan, pues se pone todo en juego y con mucha frecuencia sólo somos capaces de responderlas con la inacción, con el bloqueo.
El miedo a la página en blanco puede parecer la imagen más que adecuada de la libertad. Si somos libres es porque somos abiertos, porque no estamos predeterminados a una acción concreta, de forma que hemos de ponernos en juego a lo largo de nuestra vida. No somos animales biológicos, sino animales que con sus decisiones hacen su propia biografía. ¿Quieres saber quién soy? Tengo entonces que contarme las cosas que me indignan, las que me dejan indiferente, las que me gustan, las que desprecio.
Y esa historia estaría completamente en nuestras manos, por hacer, como una tarea que supone una carga, un peso, que explicaría la gran cantidad de desequilibrios psicológicos y anímicos (depresión, ansiedad) que campean en nuestro entorno. El ser humano más que un ser libre (algo positivo), parece un ser condenado a ser libre, para el que la libertad resulta un peso insoportable que se vive como fuente de inseguridades y amenazas. Miguelito, uno de los protagonistas de las tiras de Mafalda, lo expresaba de forma muy clara: un oso, para ser oso, tiene que vivir como un oso; un perro, como un perro; un gato, como un gato. En cambio, el ser humano, para poder vivir como ser humano, tiene que decidirse entre ser arquitecto, camarero, profesor, militar… La libertad logra hacer de la vida algo harto difícil.
Sin embargo, esta visión negativa, tan acorde con la angustia existencial que se puso de moda tras el trauma de la Segunda Guerra Mundial, no agota la esencia de la libertad. La página en blanco puede vivirse como un riesgo, como una fuente de angustia, pero también como una magnífica oportunidad de disfrutar de la experiencia de hacer el bien no por una inclinación obligada, instintiva e inconsciente (el oso es oso sin tomar decisión alguna), sino como fruto de la decisión personal. Somos los animales capaces de decidirse a vivir una vida relacionada con las acciones nobles y hermosas –una vida magnánima dedicada a la excelencia– por el único motivo de que que no querríamos actuar de otra manera. Podemos hacer el bien desinteresadamente, de modo libre, inspirados por la posibilidad de que con nuestra existencia el mundo, el prójimo, las personas que queremos, puedan cumplirse de un modo más perfecto. La libertad como la decisión de cuidar del amado para que florezca, para que viva una vida mejor. La libertad que nos lleva a alegrarnos con su bien, con su crecimiento, con la plenitud de su belleza.
Y es curioso cómo esto puede significar que la libertad se cumple no sólo en la indecisión abierta ante la página en blanco (cuando todavía no me he decantado por A, o por B, o por C), sino también –y creo que de manera más perfecta– en el compromiso libérrimamente asumido de dedicarse a alentar de modo constante lo mejor del otro. No soy libre sólo por tener que decidirme entre Luis, Pedro o Enrique, sino que una vez que he dado el sí a Enrique (una vez que le he afirmado), mantengo porque quiero ese asentimiento a lo largo del tiempo («Es bueno que tú existas»), y me alegra la firmeza de mi decisión, de mi promesa, que se mantiene fija, constante, a lo largo de los años y a lo largo de los cambios.
¿Quién es más libre, el que revolotea en la indefinición y nunca termina de decidirse –a lo mejor porque no quiere ‘atarse’, ‘encadenarse’–, o quien mantiene la palabra dada a lo largo del tiempo, renunciando así a otras infinitas posibilidades que no serían malas, pero que no son esa? ¿Es un acto de libertad la atadura a la fidelidad?
Mantener una promesa, decir siempre que sí, es una señal clara de nuestra capacidad de trascender el tiempo, de superar el momento presente al aunar el pasado (lo que prometimos) con el futuro (lo que queremos ser). Yo puedo querer ‘haber dicho ya quién quiero ser’, yo puedo querer no depender de nuevas posibilidades, y mantener lo que pude intuir en un momento previo, que repito ahora y quiero volver a decir mañana.
En Dios, para quien no hay tiempo, esto es así: la eternidad es una vida interminable (no marcada por la finitud y la muerte), toda igual (sin altibajos) y perfectamente poseída (puro presente). El sí de su amor es un siempre: Dios es, por esencia, fiel. Para Él amar es haber amado y seguir amando. Los humanos nos parecernos también en esto a Dios, aunque vivimos (por ahora, en este mundo) dentro de la historia, en el tiempo que transcurre y pasa. Y justo por eso decimos: «Ya que que no te puedo querer todo de golpe, te amaré toda la vida». Y así nuestra promesa de amor, la libertad del compromiso, abarca la salud o la enfermedad, la juventud o la vejez, la riqueza o la pobreza. No amamos lo accidental, sino que tratamos de anclarnos en la persona.

