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Francesc Torralba: «No me gustaría morir y darme cuenta de que no he vivido»

Paula Martínez del Mazo

Al escuchar ciertas preguntas, respondemos casi de forma automática con una serie de respuestas en bucle que intentan rebajar las preguntas existenciales a la categoría de inútiles. Además, suele acechar una pereza bastante difícil de superar para terminar concluyendo que es más fácil no preguntarse. Francesc Torralba es filósofo, teólogo y actualmente es catedrático de Ética en la Universidad Ramón Llull. Entrevistarle implica que cada pregunta se vuelve en una aún más profunda. Sin embargo, este provocador de preguntas es, sobre todo, un buscador de respuestas. Dice que aquello de lo que muchas veces escapamos constituye al hombre, plantea que el deseo de infinito puede ser fruto de una patología o de una realidad  y que se nos va la vida en el modo de responder a esto.

Responder de una manera u otra a estas preguntas es inevitable. Francesc nos ayuda a entender en qué consiste esta encrucijada en la cual la ausencia de respuesta ya es, en sí misma, una respuesta contundente. Catalán, profesor universitario, experto en Kierkegaard, aficionado a correr maratones y al cross de montaña, casado y con cinco hijos.

Woody Allen, en una entrevista para El País Semanal dice lo siguiente:

“Vivimos en un mundo que no tiene sentido, ni propósito. Somos mortales, y todas las preguntas importantes… Para mí lo importante no ha sido nunca quién es el presidente de Estados Unidos, esas cuestiones van y vienen. Las preguntas importantes se quedan con nosotros y no tienen respuesta. ¿Por qué estamos aquí? ¿Qué estamos haciendo aquí? ¿De qué va esto? ¿Por qué es importante que envejezcamos, por qué morimos? ¿Qué significa la vida? Y si no significa nada, ¿de qué sirve? Esas son las grandes cuestiones que nos vuelven locos, no tienen respuesta, y uno tiene que seguir adelante y olvidarse de ellas”.

Woody Allen tiene muchas preguntas sin respuesta. ¿Es sólo él el que se las pregunta, se le ha soltado un tornillo o todos los hombres estamos un poco locos en este sentido?

Somos animales metafísicos. No podemos responder de un modo concluyente a las grandes cuestiones de la existencia humana. Menos aún de una manera científica. Sin embargo, la metafísica como disposición natural forma parte de nuestro ser y la cuestión del sentido es intrínseca a la condición humana.

No siempre se dan las circunstancias idóneas para que emerja la pregunta, pero cuando se interrumpe la lógica de los acontecimientos, cuando tiene lugar una experiencia límite como la muerte de un ser querido o una experiencia cumbre de extraordinaria belleza, verdad, unidad o bondad, aflora, con fuerza, la pregunta por el sentido.

¿No es irracional esperar algo que no se puede cumplir? Sabemos que no podemos volar y por tanto no intentamos saltar por la ventana para ver si esta vez es posible. Sin embargo, con la felicidad, por ejemplo, pasa lo contrario; tenemos muchas experiencias de fracaso y aún así, seguimos intentándolo. ¿Qué cree que hace al hombre seguir buscando?

El anhelo de felicidad es constitutivo del ser humano. Todos los seres humanos -dice Aristóteles- desean, por naturaleza, ser felices. La cuestión radica en aclarar en qué consiste ese estado de ánimo que denominamos felicidad y cómo alcanzarlo. La búsqueda de esa plenitud está en la dinámica del deseo y por múltiples vericuetos, en ocasiones, terriblemente dañinos, tratamos de encauzar la potencia de este deseo.

¿Tenemos todos los hombres los mismos deseos? ¿Cree usted que vienen “de fábrica”?

El ser humano es, por definición, un ente de deseo. Anhelamos lo que no somos, deseamos lo que no poseemos, experimentamos una inquietud ontológica que nos proyecta hacia algo que nos trasciende. Nada de lo que hay en este mundo colma esta inquietud ontológica. He aquí nuestro drama. Tampoco la vía de la extinción del deseo me parece humanamente viable, porque extinguir el deseo es como extinguir la condición humana. El deseo es fuerza motriz, principio de movimiento, voluntad de ser, pero, simultáneamente, la causa de todos nuestros padecimientos.

Usted no dice solamente que el hombre tenga deseos sino, además, que es deseo, que el deseo es una cualidad que le constituye,  ¿no es demasiado atrevido decir esto? ¿a qué se refiere exactamente?

El deseo no es algo que se posea de un modo extrínseco como se posee una casa o un libro. El deseo forma parte constitutiva del ser humano. Reconocerlo es fundamental para saber quiénes somos y de qué estamos hechos. Existen distintas formas y manifestaciones del deseo fundamental que vertebra la existencia humana, pero el deseo subsiste como tal y nos proyecta hacia lo que desconocemos, hacia algo que no podemos definir claramente, pero que barruntamos con la imaginación.

¿Qué es el deseo en el ser humano? ¿Cuál es la diferencia entre desear una Coca Cola o una sesión de masajes y, por otro lado, desear la felicidad, que mi marido o mujer me ame para siempre o que los que quiero no se mueran nunca?

Existen deseos de distinta naturaleza. Por un lado, está el deseo de tener, que se relaciona directamente con objetos, con realidades tangibles, con seres humanos. Uno desea un coche, pero también puede desear la presencia de un ser amado. Pero, por otro lado, está el deseo de ser, que se relaciona con lo que uno aspira a devenir, con sus ideales más profundos, con sus voliciones más secretas. Nada colma el deseo de ser porque este deseo es de naturaleza infinita. Por eso, el deseo ontológico descentra al ser humano, porque le conduce hacia lo que todavía no es, pero aspira a ser.

¿Por qué se dice que el deseo es signo de trascendencia, de naturaleza infinita? ¿No podría ser una cualidad del ser humano que no remite necesariamente a otra cosa? ¿Es más razonable pensar que sí?

Trascender es cruzar un límite, elevarse a un plano desconocido, explorar un territorio ignoto, tener la audacia de adentrarse en lo que está fuera del alcance de nuestra razón. El ser humano puede trascender de múltiples modos. Este anhelo de superación, de conocer lo desconocido, de indagar lo que está más allá de los límites de la razón, de cruzar las fronteras de lo conocido es el motor del desarrollo científico y tecnológico. Se puede trascender en el conocer, en el amar, pero también tenemos la capacidad de trascender el mundo de las pasiones y de poner entre paréntesis nuestras necesidades para conseguir un determinado fin. Dos palabras caracterizan la existencia humana: encarnación y vector. Estamos enraizados en la realidad empírica, en un entorno cultural, histórico y geográfico, pero, simultáneamente, apuntamos hacia algo que está más allá de este entorno, deseamos elevarnos para conocer qué hay más allá de él, descubrir qué territorios se extienden más allá.

Francesc Torralba

¿Existe alguna relación entre los deseos del ser humano y el reconocimiento de la existencia de Dios? Si es así, ¿cuál?

Dios no es un objeto. Dios trasciende cualquier categoría y concepto humano. Está más allá de cualquier sistema teórico o formulación filosófica. La raíz de este deseo ontológico se puede explicar de dos modos: puede ser la manifestación de una patología fundamental, de un desorden de nuestro ser; pero puede ser, también, la expresión de Dios en nuestra naturaleza. La inquietud del corazón forma parte esencial del ser humano. San Agustín considera que Dios mismo ha instalado esta inquietud en el corazón del hombre y que ésta sólo puede ser colmada en el momento de la reconciliación con Dios. Yo considero que esta inquietud no puede ser fruto del azar y de la casualidad; que no puede ser un desorden constitutivo de nuestro ser.

Hay quienes plantean que la pregunta por Dios y su relación con el deseo del hombre es fruto del entorno cultural y de tradiciones conservadoras y/o radicales que pretenden implantar sus ideologías utilizando algo tan natural como el hecho de que el hombre desee. ¿Qué diría ante esto?

La palabra Dios es una de las palabras más manoseadas e instrumentalizadas de la historia. Es un significante que alberga una multiplicidad de significados. Todo ser humano es fruto de su circunstancia histórica, cultural y religiosa, lo que significa que no puede comprenderse al margen de su contexto inmediato. En ese contexto ha recibido una imago Dei, un modo de entender a Dios, pero todo ser humano, en virtud de su inteligencia espiritual, puede tomar distancia de esa imagen, someterla a crítica, cuestionar su naturaleza; puede poner entre paréntesis el sistema de prejuicios, de tópicos y de valores que ha recibido, de un modo inconsciente, a lo largo de su vida y preguntarse, en primera persona del singular, si Dios es algo más que la imagen mental que se ha construido de Él; es capaz de percatarse de la distancia infinita que existe en entre el ídolo que subsiste en su mente y el Dios que está más allá de toda palabra y de todo concepto.

¿Es verdad que todos los hombres, sin excepción, se preguntan en algún momento acerca de las preguntas últimas de la vida (Dios, el sufrimiento, el amor o la muerte)? ¿Es posible no plantearse estas preguntas?

Sería un despropósito afirmar lo que ocurre en la esfera interior de todos los hombres. Apenas conocemos nuestra propia interioridad, pues, como dice santa Teresa de Ávila, vivimos muy separados de nosotros mismos y nos conocemos muy poco. Existimos fuera de  nosotros mismos, en la ronda del castillo. Extrañamente visitamos las moradas del castillo interior. Por lo general, se sucumbe al fenómeno de la proyección. Uno proyecta en los otros lo que le ocurre a él, lo que siente en sus adentros, traslada a los otros lo que sufre interiormente, pero cada ser humano es un microcosmos único, un ente singular en la historia de carácter enigmático. De lo que no cabe duda, a mi modo de ver, es que cuando uno experimenta una situación límite y siente cómo todo lo que era sólido y consistente en su vida se derrumba, se deshace en la nada y siente como se precipita en el vacío, se pregunta por el sentido de su vida. Esta pregunta es un viaje sin retorno. Para algunos, la experiencia de la caída al vacío conduce al ateísmo, para otros es el principal motor de la fe.

¿Y si hay personas que no son capaces de reconocer nada más allá de lo que tienen delante?

Vivimos sumergidos en el seno de una cultura inmediatista y materialista. El mantra de esta cultura es conocido: sólo existe lo que se puede verificar empíricamente, lo que puede ser cuantificado, medido, sopesado, calculado, tabulado, en definitiva, lo que puede ser percibido. Sin embargo, la realidad trasciende lo que podemos conocer de ella. Existe un universo que está más allá de nuestra percepción, que se extiende en distintas direcciones y que no podemos someter a cálculos matemáticos, ni cuantificar. No podemos demostrar la existencia de esa dimensión de la realidad, pero somos capaces de entrever que la magnitud de lo real no puede contenerse en la esfera de la mente humana.

¿Cómo se descubre el significado último de la vida en las cosas o en los acontecimientos? ¿Se descubre en la vida o es fruto de la mera reflexión? ¿Existe un método?

La pregunta por el sentido trasciende los límites de la ciencia. No existe una respuesta apodíctica a tal pregunta. Aún así, uno puede meditar a fondo sobre lo que realmente colma su ser, sobre lo que le llena y lo que le realiza interiormente. Puede, también, aprender de otros y estar atento a sus relatos y experiencias. Para ello, es fundamental tener la audacia de cuestionar las grandes narrativas del sentido que se imponen en el imaginario colectivo. Con frecuencia, esas narrativas conducen al vacío y a la desesperación. Lo que llena al ser humano no es de orden material. Necesitamos objetos para vivir y para desarrollarnos, pero lo que verdaderamente nos llena se relaciona con la práctica del bien, con la verdad, con la unidad y con la práctica de la bondad.

¿Nos podría contar una experiencia concreta de su vida en la que un deseo le haya llevado a hacerse alguna pregunta vital?

El fracaso que he vivido en distintas circunstancias de mi vida, tanto en el plano familiar como profesional, es una experiencia que ha activado, como pocas, la pregunta por el sentido. Cuando uno fracasa, se pregunta qué es lo que realmente importa, qué es lo que le sostiene en la vida, qué merece el esfuerzo y la dedicación; en definitiva, se pregunta para qué está en este mundo.

¿Qué desea Francesc Torralba? ¿Cómo se cumple? ¿Qué le decepciona?

Vivir a fondo. No me gustaría morir y darme cuenta de que no he vivido. La vida es don. Nadie ha decidido existir, pero tenemos la posibilidad de convertir cada día en una obra de arte, en una ocasión para crear belleza, verdad, unidad y bien a nuestro alrededor. He llegado a una conclusión paradójica: lo que llena más es darse. Me decepcionan las contradicciones que existen en mi ser; la distancia infinita entre lo que me siento llamado a devenir y lo que realmente soy; me decepciona la mezquindad humana, la estupidez, la crueldad, la violencia, pero, especialmente, el cinismo de los poderosos.

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