Este verano abrimos el cajón de una mesa camilla, en el pueblo de mi marido. Allí aguardaba un calendario de la Expo del ‘92, con un Curro multicolor y sonriente, junto a una nota manuscrita de mi suegra, fallecida pocos años después. «Os he dejado comida en la nevera, portaos bien. Llegaré por la tarde». Y, abajo, su firma. Unas letras cantarinas, irrepetibles, cargadas de identidad, sobre una cuadrícula teñida de amarillo, detenida en el tiempo. El contenido de ese cajón es hoy un auténtico milagro. Un desafío al mandamiento de los gurús del orden de deshacerse de todo, para dar cabida a nueva mercancía. Una traición al minimalismo. A la decoración zen.
Podría pensarse que hemos hecho de la necesidad, virtud. Que los pisos que habitamos, cada vez más pequeños, nos han obligado a ser auténticamente desprendidos y austeros. Pero hay algo en esta querencia posmoderna que no termina de convencerme. Creo, más bien, que en ella se esconde un relato autojustificativo —otro más—, en favor del consumismo. “One in, one out”, nos aconseja sonriente Mary Kondo. Pero recuerdo aquel cajón abarrotado y escondido en un pueblecito de León, y pienso que seguramente lo que de verdad necesitamos es que entren menos cosas. Que tal vez no necesitemos tanto entrenar el hábito de tirar, como cultivar el arte de atesorar.
Sí, quizás haya algo de virtud en acumular un poco, en recuperar, en última instancia, el valor de los objetos. En la era de las “no-cosas”, como la denomina Chul Han, donde el consumo nos instala en la nube y nuestra biografía pierde corporeidad, las cosas se transforman en asideros a lo real. Me niego, por ejemplo, a escanear los dibujos de mis hijos para después poder tirarlos, en seguimiento de lo que alguna insta-mami presenta como un auténtico hallazgo. Los dibujos de mis hijos quieren espacio, han nacido para abarrotar nuestra nevera y nuestra mesa de trabajo. Para emerger, dentro de unos años, agazapados en algún cajón.
Definitivamente, no quiero una casa de revista, un escenario monocromático en el que siempre haya espacio para nuevas adquisiciones. Muy al contrario, aspiro a habitar un hogar en el que las cosas dialoguen con nosotros, nos digan quiénes somos, superponiendo etapas vitales en forma de capas decorativas. Una casa con libros en papel, marcados con la fecha y el lugar de compra en la primera página. Con fotos en cada habitación. Con imanes horteras en la nevera, que materialicen, como medallas, las ciudades conquistadas.
Sin duda, la falta de espacio me obligará a desechar muchas más cosas de las que quisiera. Pero lo haré resignada, no orgullosa. Cariacontecida por no tener una casa grande en el campo, con una buhardilla en la que custodiar recuerdos. Como acto de resistencia, animaré a mis hijos a hacer acopio de un amplio muestrario de sus vivencias: su primera entrada de cine, la carta del ratón Pérez, un trocito de sigilata romana, desenterrado con papá. Un tesoro equiparable al de Guarrazar. Después, ejecutaré la purga con vigilante delicadeza. No sea que, entre bolsa y bolsa para el contenedor, perdamos el hilo a nuestra historia.

