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¿De qué tienes examen?

Hace mucho tiempo que no me presentaba a un “examen oficial”. Estudiar a los 45 años es distinto que hacerlo a los 20. Durante los días de preparación he pasado por diferentes estados y me he dado cuenta, una vez más, de lo vulnerable que soy. De pronto a una le acechan dudas, miedos, incertidumbres, teniendo que hacer un ejercicio de racionalidad para quedarme desnuda, en verdad, despojada de los harapos y escombros que me ensombrecen y preguntarme ¿a quién te debes, Marta?

He pensado que en la vida hay muchos exámenes, muchas pruebas. Estas pruebas de la vida no siempre se presentan cuando estamos preparados para afrontarlas y superarlas. En muchas ocasiones llegan abruptamente, sorprendiéndonos como un jarro inesperado de agua fría. Y es tras el sofocón, cuando somos capaces de extraer aprendizajes y enseñanzas para otras análogas ocasiones. ¿Y qué pasa cuando la ceguera no nos deja ni siquiera extraer conclusiones? Más aún, ¿y si ni hemos sido conscientes de la prueba que la vida nos ha presentado?

Esta reflexión me lleva a preguntarme ¿qué sentido tiene un examen?

En primer lugar, podemos verlo como un trámite que hay que superar, una prueba en la que es necesario un resultado mínimo. (¡Espero salir indemne!) Esto sería, como en el caso de las pruebas de la vida, identificar que tengo examen, fijarlo en el calendario y estudiar con el objetivo de aprobarlo. Pero, además, el examen puede ser una oportunidad de conocimiento: de la materia objeto de estudio y de mi misma ante el reto y la prueba que tengo por delante. Hay un tercer nivel de sentido, de orden filosófico, que consiste en amar el estudio, amar el saber, entregarse en ello… siendo honesta, solo a ratos he conseguido dar este sentido a mis horas de estudio.

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