Luis R. Viña
¿Qué tiene que ver el cine y lo trascendente? Mucho, para empezar que todo lo que toca el hombre, a modo de un Rey Midas muy especial, tiene un toque de trascendencia. Porque todo lo que hace lo hace por un sentido. Finalidad o causa final lo llamarían nuestros sabios medievales. Sentido le llamamos los humildes mortales de nuestro tiempo. El caso es que no hacemos nada sin una razón. Y como el hombre no puede renunciar, aunque quiera, a que su razón vaya más allá de este mundo que vemos, tocamos y olemos…
Pero algo especial sucede cuando el hombre crea arte. Ya no es un «para empezar». Es algo mucho más grande y misterioso. La inspiración es la ocasión del genio, como diría nuestro apreciado escritor, y el genio es lo más parecido a la Creación, con mayúscula. Qué más trascendente que el genio de la creación artística.
«El árbol de la vida», de Terrence Malick, y «La vida de Pi», de Ang Lee, son dos ejemplos recientes. Dos filmes que en la belleza de la imagen y la música llevan al espectador la pregunta sobre el hombre y sobre Dios. Sin ambages, sin sutilezas. Y aunque no lo hicieran explícitamente con el diálogo de sus personajes, la potente interpelación de la vista y del oído que producen sus cintas, llevan a cualquiera a una experiencia de algo que supera lo meramente sensorial. Obviamente hay que dejarse interpelar.
El misterio del arte reside en que es capaz de sintetizar en la belleza la existencia de lo humano. De expresar con música, luz y color aquello que llevamos en lo más profundo de nuestro corazón, ese interrogante, esa insatisfacción.
Éstas dos películas se proponen «superar la escisión entre conciencia humana y conciencia cristiana, entre existencia en este mundo temporal y apertura a una vida eterna, entre belleza de las cosas y Dios comoBelleza. (…) Y es que la belleza es la gran necesidad del hombre; es la raíz de la que brota el tronco de nuestra paz y los frutos de nuestra esperanza. La belleza es también reveladora de Dios porque, como Él, la obra bella es pura gratuidad, invita a la libertad y arranca del egoísmo».
El árbol de la vida
Poco más se puede decir sobre la película de Terrence Malick que no haya sido dicho ya. Película que ha desatado las opiniones más dispares y enfrentadas.
Pero es que una obra de arte no deja indiferente, precisamente porque toca las fibras más íntimas del corazón humano, hasta del más tórrido.
En el caso de Malick puede que haya querido plasmar su propia experiencia personal. La de un hombre que no comprende por qué su hermano tiene que romperse las manos primero,en señal de protesta, y después quitarse la vida lejos de la casa paterna por no sentirse comprendido en su pasión por la música.
Pero Malick no cierra los ojos en un gesto de desesperación. Alza la mirada al cielo y trata de comprender y penetrar ese misterio que es nuestra existencia. Y esto es lo que nos transmite su película.
No es casual que abra la cinta con este verso del libro de Job «¿Dónde estabas cuando yo fundaba la tierra? dímelo, si tienes inteligencia (…) cuando las estrellas del alba cantaban juntas y se regocijaban todos los hijos de Dios?» (Job 38, 4, 7).
Malick reflexiona sobre el dolor que padecemos en esta vida. O más bien, sobre esa misteriosa madeja de felicidad, dolor, gozo y sufrimiento a la que nos vemos lanzados desde que nacemos. Reflexiona sobre las dos posturas que podemos tomar ante ello. Podemos pretender controlarlo…ilusoriamente. O podemos dejarnos llevar, pero no como quien se deja llevar por una corriente impersonal, si no como quien es llevado de la mano por una presencia que le acompaña a lo largo de los tortuosos recovecos de esta existencia que llamamos vida.
Y no ofrece una respuesta cerrada. No nos dice, « ¿Sabes? La existencia es una ecuación: A+B+C= el sentido y significado de esta vida. Ésta es la fórmula exacta de la vida, podemos buscar respuestas a esta vida como respuestas buscamos en una ecuación».
La vida no es una tabla de Excel… gracias a Dios. El director texano, como el autor semita hace tres mil años, nos anima a elevar la mirada al cielo. O a levantarla de nuestro pequeño ombligo si quieres. Y a penetrar esta existencia que nos rodea. Pero a penetrarla con sinceridad, con autenticidad, sin miedo y sin tópicos. Hay que ser valientes para hacer esto.
El problema es que no estamos acostumbrados, vivimos en un mundo tan pragmático y tan acelerado que no tenemos tiempo para contemplar… o lo que es peor, la contemplación nos da miedo. Llenos de ruidos, de tareas, de responsabilidades… todo el día a la carrera, como máquinas ¿Y dónde queda lo humano? ¿Dónde queda esa capacidad de asombro que el animal no tiene? Claro, como no estamos acostumbrados, una película como la de Terrence Malick, nos pilla a traspié. No estamos acostumbrados a una reflexión visual, auditiva y sensorial como ésta. De ahí las opiniones tan encontradas.
La vida de Pi
Otra obra de arte. En este caso el mérito de la reflexión no es del director, Ang lee, si no del autor del libro que la inspira, Yann Martel. Pero el valor de la obra de Lee estriba en la luz y el color que le ha puesto a las líneas de Martel. Algo en lo que muchos han fracasado precedentemente.
Con una fotografía que te deja con el culo bien sentado en tu butaca, la historia de Pi tiene mucho de trascendente, o todo. No sólo la belleza de la imagen te transporta a otro nivel, la batalla personal de este chico que apenas está dejando atrás la adolescencia, tiene algo en lo que todos nos vemos reflejados.
Esa lucha vital en la que alzamos los ojos y los brazos al cielo y preguntamos, gritamos, quizás sin estar muy seguros de ser escuchados «¡¿Por qué?! … ¡¿Quién eres y por qué me haces esto?!».
Es verdad que el guion, y el libro, tienen algo de ese sincretismo tan característico de lo hindú, en el que Cristianismo, Islam e Hinduismo, se mezclan en una amalgama en la que es difícil diferenciar quién es quién. Y cuando igualamos desaparece la oportunidad de valorar la riqueza y los límites de cada parte. Aunque en cierto sentido, el católico tiene mucho que aprender de ese sincretismo, no en vano el libro comienza con un «todos nacemos católicos».
Pero el auténtico valor de la película está en esa breve frase que casi pasa desapercibida «la Fe es así». (SPOILER) Es una de esas cintas en las que eres llevado sin darte cuenta, casi engañado, a través de una historia magnífica, a una reflexión que no te esperabas.
El cuento de Pi, no es otra cosa, que esa potente e insaciable necesidad de darle sentido a lo que aparentemente no lo ha tenido. Pi ha sobrevivido a un naufragio, a la muerte de su madre a manos de un salvaje, a matar él, con sus propias manos, al asesino. Ha sobrevivido al mar, a la noche, a las olas, a la sed y al hambre. Ha sobrevivido a la desesperanza y la soledad. Y su corazón anhela, exige, clama por un sentido de todo ello, y para hacerlo necesita revestir de fantasía su historia. Pero fantasía que se transforma en signo, en símbolo que trasciende la misma historia y que apunta a algo más alto que es capaz de darle sentido. Es la batalla personal y diaria que cada uno de nosotros llevamos dentro. Lee le pone color y aires de épica, pero sigue siendo un reflejo de lo que cada ser humano, por el hecho de serlo, experimenta cada minuto de su existencia.
La historia que Pi cuenta y la realidad se mezclan en un ovillo que sólo su corazón conoce y que se sintetizan en esa pregunta, «En las dos historias, la real, fría y brutal, y la imaginaria, llena de animales exóticos y del misterioso Richard Parker, el chico sufre y sale vivo ¿No es así? ¿Cuál de las dos prefieres? Pues la Fe es así» (FIN DEL SPOILER)
Es verdad que le podemos criticar a Lee ese narrador que te estropea la belleza y el misterio de lo simbólico al explicártelo. Quizás hubiera bastado con la fantasía de Pi para despertar en el corazón del espectador su misma experiencia. Ésa es la potencia de un cuento, de un mito. Pero Lee ha optado por la vía fácil y pedagógica. Quizás intuyendo que no todos seríamos capaces de llegar al fondo de la historia.
La existencia como relación
Sea como fuere, tenemos entre manos dos cintas que dan en la misma diana. Hay algo de esta vida que nos supera, que no podemos controlar, que no podemos responder. Hay algo más en esta vida en la que no todo es cuestión de ser felices, de buscar felicidad, sino más bien de confiar, y en la confianza aprender a amar.
Ése misterioso abismo siempre va a estar ahí, y siempre va a ser un abismo. No podemos trazar puentes con nuestra técnica. Todos fracasarán, todos se derrumbarán. Si pudiéramos estaríamos renunciando a lo humano, a lo más nuestro.
Pi, mientras camina por las calles de Quebec con su interlocutor, le dice «La duda no es algo malo para la Fe, todo lo contrario, la duda mantiene viva la Fe». Si no hubiera duda, no habría espacio para la Fe. La vida se convertiría en esa tabla de Excel y nosotros seríamos meros números que aparecen y desaparecen para completar una fórmula. Pero la vida no es una cuadrícula. La existencia permite el grado de duda y de misterio suficiente para que podamos saber descubrir y confiar en una presencia que nos sobrepasa.
La duda, el abismo, ese misterio… Es lo que nos permite dejarnos llevar de la mano por esa presencia, ésa es la Fe. Tenemos que desprendernos de esa concepción de la Fe que, o bien quiere convertirla en la seguridad de una fórmula matemática, o bien la lleva al plano del que busca el consuelo en una creencia irracional.
La fe es saber descubrir esa mano en nuestra existencia, aferrarse a ella, confiar, amar y caminar.