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Contra el cinismo, mirar el corazón

Muchos de los que nos dedicamos a la educación convivimos demasiado a menudo con una sensación de desazón que amenaza con cronificarse convirtiéndose en cinismo y destruyendo el corazón. A veces externalizamos hacia arriba las culpas, o las derivamos a instancias educativas previas.

Yo, que he paladeado más veces de las que hubiera querido el gusto amargo del cinismo, querría alejarme lo más posible de él. Me pregunto entonces qué hace fecunda e interesante la vida, qué hace posible que me presente ante mis alumnos con algo que ofrecerles más allá de conocimientos, herramientas o metodologías.

Me viene a la memoria un profesor amigo con el que comía hace unos meses. Nos decía que él no utilizaba “herramientas docentes” porque no es un fontanero. De algún modo, la orientación a resultados cambia la esencia del acto educativo. Que la tarea más fatigosa del profesor sea diseñar metodologías, herramientas, pruebas de contenido, cronogramas y guías pensando en “resultados de aprendizaje” puede tener como consecuencia que se diseñen asignaturas sin pensar en los estudiantes. Aquí, nuestro enemigo —el mío, al menos— es la “estandarización”.

Digo enemigo porque me dificulta la primera tarea que tengo: mirar bien a mis estudiantes. Querer su bien, estar atento a su necesidad, a aquello que ellos realmente piden de mí. A mí me pasa que la estandarización se convierte con frecuencia en un refugio donde me escondo. ¿De quién? De ellos y de mí mismo. Que los cronogramas, las rúbricas y los programas me sirven de “cortafuegos”. Que —siendo buenas y necesarias, ojo— me sustituyen.

Y, ¿entonces? ¿Qué hace interesante la vida? ¿Qué nos aleja del cinismo? ¿Dónde reside el problema? Tener una sola tarea: el bien del que tengo delante. Todas las demás tienen que estar supeditadas a esta. Dar feedback significativo, corregir a tiempo, el horario de tutorías, la claridad y transparencia en los procesos, la puntualidad. Todo esto y mucho más, en lo que reside aparentemente nuestro quehacer educativo, no es en realidad nuestro trabajo.

De aquí la importancia irrenunciable de la libertad de cátedra. De aquí también el considerar el aula como espacio cuasi-sagrado. Para que suceda el verdadero acto educativo se necesita una libertad suprema. Para no caer en el cinismo debemos recuperar esta conciencia fundamental: nuestra tarea está primero y ante todo en querer al estudiante tal y como está. Y el punto de partida ha de ser aquello que permanece invariable: el corazón de los hombres es siempre el mismo.

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