Cuando en algún debate sobre la presencia de símbolos religiosos en el espacio público, alguien me dice que, si de él dependiera, quitaría crucifijos de las paredes y derribaría cruces de las calles, siempre le respondo, a modo de sana provocación, que si es tan amable de decirme qué es lo que va a poner, una vez que queda claro lo que va a quitar.
Como escribe Adrien Candiard en su interesantísimo librito “Fanatismo” (Rialp, 2023), el lugar que ha dejado Dios no queda vacío durante demasiado tiempo, pronto se ocupa con otro qué o con otro quién. Esa otra cosa, que ocupa el lugar de Dios y que muy pronto pasará a tener muchos de los atributos divinos, es lo que conocemos como un ídolo. Dios parece, mas Dios no es. Y nosotros, a veces, cegados por el resplandor de la cosa que tanto se le parece, acabamos por confundirlo e incluso por reemplazarlo. Las preguntas entonces apuntan directas al corazón de carne, ese corazón inquieto e insaciable que todos tenemos: ¿con qué llenamos el vacío?, ¿cuáles son nuestros ídolos?, ¿cómo vamos a cuidar ese hueco vertiginoso para rechazar las tentaciones idolátricas que inevitablemente a todos se nos presentan? Nos va la vida en las respuestas; la vida eterna.