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Cataluña, una aspiración a abrazarlo todo

Ignacio Pou

Es arriesgado tratar de explicar un fenómeno político de masas según un número limitado de causas. Los acontecimientos multitudinarios de los últimos años en Cataluña y, especialmente, de los últimos meses, tiran por tierra cualquier análisis que pretenda reducir el «problema catalán» a una demanda económica, a un simple movimiento de protesta por la corrupción, de mayor «libertad» política, o a un intento encubierto de revolución.

No parece improbable que, pese a la ilusión de homogeneidad que imprimen las banderas, entre los centenares de miles de personas que han salido a la calle haya por lo menos otros tantas otras perspectivas acerca del presente, cada una con sus matices y, a menudo, no compatibles las unas con las otras.

Los que no conocen el «tema catalán» de primera mano, sufren a menudo un cortocircuito cuando trato de explicar que tengo conocidos que llevan años yendo a manifestarse la Diada del 11 de septiembre, en medio de miles de proclamas secesionistas, pese a que no son separatistas. ¿Y qué hacen ahí? Pues actuar en conciencia con un relato totalmente particular, motivado a menudo por unos ideales tan abstractos como nobles que creen amenazados: «por la dignidad de Cataluña», por ejemplo.

Quisiera por tanto restar importancia a diatribas y conspiraciones maquinadas en despachos de las altas instituciones, a las que acusamos de agitar a las masas para defender los intereses de los poderosos. Prefiero plantear la pregunta acerca de las motivaciones de quienes salen de su casa un día, bandera al hombro, a reivindicar una «dignidad» bajo cualquiera de sus advocaciones.

Encuentro interesante esta perspectiva no solamente por lo que nos dice del modo que nos hemos dado de organización -de nuestra política- sino también por lo que la tensión que este genera dice acerca de nosotros mismos.

La experiencia común es que la organización liberal de nuestras sociedades, pese a sus incontables ventajas materiales, de seguridad, estabilidad y libertad, tiene no obstante una contrapartida: la neutralización de algo genuinamente humano que experimentamos en la convivencia más concreta y tangible.

El relativismo político al que obliga la competencia de los intereses en el mercado electoral convierte a nuestras instituciones en órganos ciegos a la posibilidad de una verdad que resplandezca por sí misma. Como decía el pobre nacionalista de barrio en aquella obra de Chesterton, a una verdad que no por insignificante deja de brillar con más fuerza y de manera más evidente para la persona de a pie que la alienante retórica de derechos y deberes de la que depende la estructura Estatal al completo:

Nací, como otros hombres, en un trozo de tierra que amo porque allí jugué de niño, allí me enamoré y platiqué con mis amigos en noches celestiales. Y ahora me siento perplejo. ¿Por qué deberían ser una nimiedad esos jardincitos en los que declaramos nuestro amor o esas calles de las que sacamos a nuestros muertos? ¿Por qué tendrían que ser un absurdo? (El Napoleón de Notting Hill. G.K. Chesterton)

Es preciso entender que, en cierta manera, toda pretensión nacionalista se apoya íntegramente sobre una tensión semi-teológica: la resistencia a aceptar la desnaturalización-desacralización del ámbito de convivencia en el que comparece el sentido de la vida humana para entregarlo a una organización mayor que no puede comprender de manera alguna su profundidad. Cuando lo que la experiencia personal exigiría es proclamar: «descálzate, pues el suelo que pisas es sagrado» (Ex. 3:5) , lo que a menudo se nos ofrece es la imagen de una justicia «ciega» que sirve tanto para resolver un conflicto contractual como para avalar que el suelo «sagrado» se expropie para hacer una autopista.

No es extraño que existiera en la Antigüedad la devoción a los «dioses del hogar» (los penates), pues hay algo de salvaje, arcano,profundo e incomprensible -acaso divino- en aquella realidad que experimentamos de forma tan inmediata que llega a hacérsenos familiar, sin dejar por ello de ser incontrolable. Frente a la desvalorización de todo que representa el Estado, lo ordinario esconde un valor por el que nos levantamos cada mañana para entregar la vida. No es sino por lo más corriente de todo, nuestra familia, por lo que estaríamos dispuestos a emprender la más épica de las batallas.

—¡Oh, Reyes, Reyes! —exclamó con desprecio—. Declararíais la guerra por una frontera o por los aranceles de un puerto extranjero, derramarías sangre por los derechos de aduana sobre el encaje o por el saludo a un almirante. En cambio, en las cosas que hacen la vida digna o miserable, ¡cuán humanos sois! Declaro aquí, y sé muy bien lo que me digo, que jamás ha habido guerras necesarias amén de las religiosas. Que nunca ha habido guerras justas amén de las religiosas. Que nunca ha habido guerras humanas amén de las religiosas. Pues aquellos hombres luchaban por algo que al menos perseguía la felicidad y la virtud de su prójimo.(El Napoleón de Notting Hill. G.K. Chesterton)

La cuestión es tremendamente compleja, porque nada explica que lo estatal tenga que entrar de forma necesaria en contradicción con lo ordinario, siempre y cuando se limite a ordenar y garantizar aquellas necesidades que esto, por su propia naturaleza, no alcanza a generar. Tampoco se entiende claramente por qué razón una serie de cotidianeidades que nos son, como poco, secundariamente familiares tienen que ser por fuerza una amenaza para la propia, en lugar del don de una familia extensa. Igualmente, no se comprende en qué medida una población de 7 millones de personas puede constituir un «nosotros» cercano. Y, sobre todo, a la luz de la historia de nuestra democracia, no se alcanza a vislumbrar de qué manera, si no es por medio del engaño y de la manipulación, cientos de miles de personas han sentido en su fuero interno una amenaza a esa cotidianeidad colectiva de sentido que en su imaginación teopolítica constituye Cataluña. ¿No ha sido la mano del Estado más laxa y delicada con Cataluña que con cualquier otra región?

Quizás la clave se encuentre en la orientación del moderno sentido religioso de las sociedades secularizadas. Un sentido religioso que no es ya una aspiración a abrazarlo todo -a pasar de la selva mundana de lo desconocido a la familiaridad del jardín del Edén- de quien está en el mundo siendo amado por un Padre, sino un retorno al terror totémico: al miedo a lo desconocido, a la libertad propia y, sobre todo, a la libertad del otro. Pues solo en la esperanza de que el otro es un bien puede el hombre tejer junto a otros hombres los lazos de una convivencia que vaya más allá del mero intercambio o de la competencia, y que, a través del afecto, sea capaz de inaugurar ese ámbito donde comparecen en perfecta armonía lo ordinario y lo sagrado.

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