INSTITUTO JOHN HENRY NEWMAN

En busca de un oficio

Cuando regresé a Florencia en septiembre y volví a recorrer las calles que diariamente atravieso para ir el trabajo, encontré algo insólito. La tienda de flores del barrio de Le Cure tenía la persiana bajada.

Además, el puesto de color verde pino estaba empapelado con folios con caligrafías muy distintas. Cambié de acera y leí lo que la ausencia ya anunciaba a varios metros: Angelo, el florista de Le Cure, había muerto. Volviendo a casa ese mismo día, me detuve para leer los numerosos mensajes. Marcella escribía que le gustaba imaginar que la vida eterna tomara forma de un jardín lleno de flores para él y María pensaba en la cantidad de plantas que habían alegrado y todavía alegran su casa. Entre cuartillas que destacaban los consejos hortícolas recibidos, la amabilidad del recordado y varios dibujos, me llamó la atención una nota con letras mayúsculas por su brevedad: “Adiós, Ángelo. Te echaremos en falta. (Firmado) El carpintero”.

Pensé en todo lo que abarcaba esa concisión, en la belleza de que Angelo, a su vez, fuera “el florista” y que se le reconociera como tal en la zona sin necesidad de añadir el apelativo, pero que sobre todo encarnara el oficio sin perder el nombre, más bien dándoselo. Y que, a apenas unos metros de distancia, Massimo hiciera lo mismo trabajando la madera. Pensé en la relación entre ambos atravesando los años, en que sus profesiones tuvieran un rostro para el barrio, en sus habitantes unidos por estas dos presencias, en la maravilla de vivir en un lugar en que las faltas no pasan desapercibidas.

Yo no vivo en Le Cure, pero tengo un florista que confecciona cada ramo con maestría y celo. Además, el “buongiorno carissima” de Luciano acostumbra a recibir mis mañanas. Diariamente aguardo su saludo y echo de menos cuando está en el taller y no le veo. Si hace varios días que no coincidimos, me pregunta donde he estado y habituado a mi sonrisa, advirtió mi tristeza en aquellos días de julio, así que me estrechó el brazo y redobló el piropo para alentarme. Fue también Luciano en quien pensé cuando necesitábamos a alguien de confianza para dejar las llaves de casa para que Costanza –que las había olvidado- las pudiera recoger si yo no podía entregárselas.  

Encuentro a Luciano aunque no vaya en busca de flores y él me espera con independencia de que las compre. Es mi florista de confianza, y es más que eso también.

Apunta el filósofo Higinio Marín que frente a la reducción del trabajo asalariado como horizonte de emancipación, la verdadera libertad del hombre está en la sobreabundancia que hace que uno tenga mucho que ofrecer a los demás y en la dedicación con la que desempeña una tarea en concreto:

“Solo quien procura con afán la exactitud en su oficio pone en lo que hace algo de sí mismo que no puede comprarse ni venderse y, por lo tanto, que solo se puede dar libérrima y gratuitamente, aunque se cobre un sueldo por hacerlo (…) solo ese afán nos hace libres en lo que hacemos. De otro modo, todo cuanto se hace sin ese empeño está suficientemente pagado con el sueldo o el precio que cuesta, y, por tanto, la vida misma ocupada en hacerlo resulta tener precio.”

Todas las cosas y todo tiempo piden que respondamos así, como Luciano y Angelo, para honorar su valor infinito en vez de reducirlas a un precio o trámite.

Doy gracias por Luciano. Custodio la memoria del día en que salimos de la tienda de Angelo con ramilletes de mimosas y un poco más de esperanza junto al ciclamen que habíamos comprado. Disfruto cada vez que Teodora me detiene en la portería para charlar; que Sarah, Mía o Gianluca me ofrezcan un pasaje en coche al verme subiendo la colina a pie o que la otra Sarah preste atención a si voy muy cargada para llevarme algún bulto en su cesta de la bici. Me divierte que llevar nuestros relojes a Mauricio para que los repare se haya convertido en algo propio del sábado por la mañana o que el zapatero rebusque pares del número 35 apenas asomo por su puesto sin que tenga que recordarle que mis pies son muy pequeños.

Observar a todos ellos me recuerda que el cumplimiento de todo oficio no termina siquiera en el perfeccionamiento de su arte o en la donación personal en el procedimiento, sino que requiere atravesarlo, ofrecer algo más allá del mismo.

Cuando esto sucede, el oficio se humaniza y toca la vocación que traspasa todas las ocupaciones: hacer compañía. Reconocer y ser reconocido. Regalar lo que no puede ser vendido ni comprado.

Todo esto se concreta todavía más cuando se puede palpar a pie de calle. Por eso no me interesan las bondades del poder pasar desapercibido entre la multitud o las infinitas posibilidades que parecen prometer los millones de desconocidos que habitan las grandes ciudades. El anonimato y esa novedad continua nunca me han fascinado, no me dan calor. Y la calidez y el cuidado es una doble súplica que no puedo dejar de hacer. Para ello es preciso que haya un florista, un relojero, un zapatero y una portera -entre muchos otros- que sepan que, al recurrir a ellos, busco algo más que flores, una pila nueva, sandalias o las llaves de la oficina. Que intuyan que al dirigirme a ellos, anhelo un gesto compartido, un detalle inesperado que ensanche el tiempo con sencillez y trasforme el intercambio en algo irremplazable, un acto libre que exceda lo debido, una modesta sobreabundancia, un trato reiterado que nos permita pronunciar el nombre, una palabra que tácitamente admire el hecho de encontrarnos ahí y no en otro lugar, una costumbre que afirme la pérdida si no estamos.

Ese día, tras llegar a mi mesa y encender el ordenador, pensé que un lugar habitable es el que permite la repetición; que venimos al mundo para consolar, ofrecer regazo y caricia en distintas formas; y que el trabajo que verdaderamente “da para vivir”, el que quiero que ocupe las horas de todos mis días es el que no deja al margen esta necesidad, el que borbotea una atención así.

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