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Amanecer en tierra de Dante

Dice Italo Calvino en Las ciudades invisibles que “de una ciudad no disfrutas las siete o setenta y siete maravillas que pueda tener, sino la respuesta que da a tu pregunta”. Entre otras cosas, yo me pregunto qué tiene Florencia y, de forma más amplia, qué tiene esta tierra para atraparme así. Qué sucede para que una de las cosas que más me apasiona en esta vida sea escuchar cómo se pronuncia el mundo en italiano. Y no, no me refiero un placer estético, al mero reconocimiento de la belleza de la lengua o del lugar sino, más bien, a un reclamo, un rapto innegable, una manifestación inesperada de la propia autenticidad.

En sus Cartas de Italia, Josep Pla también se confiesa deslumbrado por Florencia y escribe: “Probablemente no baste con decir que una cosa es bella, o pura, o sublime, para explicar vuestros tratos con ella. Estos adjetivos, a la postre, ¿qué significan? Hay ciertas afinidades, determinados acercamientos, que solo pueden explicarse por razones concretas aunque llenas de misterio”.

Llena de misterio está la luz toscana. Porque Italia tiene inviernos, norte y días grises, pero no puede dejar de ser amarilla. El efecto del sol mientras tuesta los colores cálidos de las fachadas prevalece sin remedio, eso es lo que a uno se le queda impreso en el alma.

“En Italia nada es insípido –continúa Pla- Noto que estoy en Italia cuando cada mañana, al levantarme y salir a la calle, me encuentro rodeado de personas con la mirada centelleante. En las ciudades italianas, las mañanas despuntan con una intensidad como no es posible contemplar en ningún otro lugar del mundo”.

Podría alegar los arcos sin solución de continuidad que contornean las plazas,  las cenas espontáneas en sus escalinatas, las ventanas infinitas, el calor de los tejados rojizos o la invitación de los cipreses, siempre de puntillas. Quizá cruzar el Arno en motorino escuchando a Lucio Battisti, el tañido de las campanas que ablanda puntualmente el cielo o que las gelaterias no cierren en invierno. Otra cuestión son los tendederos, resulta fascinante la forma en que el espacio íntimo del hogar irrumpe en la calle con la levedad de unas sábanas, que se dé tal combinación armónica entre lo público y lo privado. Podría ser por los portones, que al abrirse descubren enormes jardines en mitad de la ciudad y en ese movimiento recuerdan que toda la realidad está velada, que las cosas siempre son mucho más de lo que vemos normalmente.

Creo que también hay algo en la proximidad insistente de aquí. Repetitiva e insistente porque las luces se tocan, las casas se tocan, las calles se rozan. La disposición del paisaje envuelve, las torres custodian vigilantes, los palazzi atraviesan los siglos con permanencia. Todo evoca un abrazo invariable, una cercanía que consuela hasta a aquel que pensaba no necesitarla.

Todo hace y todo influye, pero el periodista se apresura en aclarar que lo verdaderamente esencial de esta península, más allá del arte, los museos y la arqueología, es “un rayo de vida humana cuyo latido es cada día más fuerte y dominante”.  Que la pasión se encarna y mora en Italia es una verdad a medias, escasa tal vez, Pla observa que la cualidad que caracteriza a los italianos es la capacidad de comprensión, una sagacidad y viveza generalizadas. No bastaría rebuscar y enumerar los exponentes de esta cultura, detenerse en la riqueza de sus esquinas o recurrir a todas las interpretaciones que se hayan hecho de ellas. La pregunta sobre qué contiene o qué puede significar ese latido de vida humana persiste. La respuesta solo se deja intuir entrando en contacto.

Esto se manifiesta también en los modos, en la precisión y calado de las palabras. No es trivial que un italiano, para decir te quiero, emplee la expresión ti voglio bene, que enuncie que en la clave del querer esté el buscar bien para el otro. Tampoco es poca cosa que uno desde la distancia pueda decir ti abbraccio, que se articule así un presente, que el gesto viaje en acto frente a la posibilidad decir “un abrazo” que ahora se me antoja ajeno, suspendido no se sabe muy bien dónde. Más allá del tópico, que los vocativos cara o bella sean rutina es curiosísimo, pues hablan de una forma de apreciación vuelta costumbre. Es característicamente italiano corresponder con gusto a aquello que pide reverencia y tal vez por ello, este país sea el recuerdo perfecto para vivir inclinada por el mero hecho de que las cosas sean, pudiendo no haber sido.

Al final, cada cosa, como cada vuelco del corazón, cada rapto y cada elección libre que le sucede, están hechas de razones que no se bastan, que no alcanzan a explicar el acontecimiento.

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