Por Luisa Ripoll Alberola

A la pregunta “¿qué es el verano?” me nace responder con un verbo. Porque el verano, de algún modo, es acción. Como cada estación, es la imprenta del paso del tiempo en el calendario. “Ya ha llegado el verano”. Es decir, antes no era verano, pero el verano ya es. Es una acción de cambio de estado: silenciosa, callada, aparentemente sin sujeto, sin ser sujetada, como una acción prendida en el aire, pero que acontece.

Si he decidido que el verano es acción, solo me queda preguntarme: ¿qué verbo define lo que el verano es? Porque el verano no es “veranear”. El verbo veranear no alcanza a explicar lo que es el verano. No todo el mundo veranea, pero todos tenemos una experiencia común del verano. El verano tiene un cierto olor: para mí es el olor de la playa, que es una mezcla de arena, sal y crema solar; para otros será el olor de los pinos después de una tormenta estival, o el olor del pueblo. El verano es la época en la que se abre el mundo: el mar, las flores, el cielo. No existe un verbo tan grande. Por eso me he inventado mi propio verbo: el verano es verar.

Verar proviene del verano, comparte su raíz. A la vez, remite a la palabra “vera”, que significa tanto “a la orilla” como “al lado próximo”. El verano, que saluda al mar. Y el verano, que se vive “a la vera de”: un amor de verano, los amigos de verano. Un “volver a” casa, volver a ver a cierta gente, volver a una rutina distinta, volver a vivir un verano como el del año pasado, un verano más para la vida.

El verano es verbo porque el verano es un tiempo en suspensión. No podemos obviar que el verano es el momento de cogerse las vacaciones. El sol nos ralentiza, nos mantiene a la deriva del tiempo, y es el momento de preguntarse: ¿qué hacer, cuando se puede no hacer nada?

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