Laura Martín García, alumna de 4º de Periodismo y CA

El confinamiento se eterniza. Os escribo desde mi cama, mi despacho por lo que queda de cuarentena. Hace dos días perdí el gusto y el olfato, y, ayer me diagnosticaron covid-19. Sí, coronavirus, protagonista de todos los memes de twitter y héroe responsable del cierre de Operación Triunfo. Yo estoy bien, tengo 21 años, y viviré para contarlo.

No me preocupa tanto el virus, como todos los pequeños cambios que están contribuyendo a perderme a mí misma. Hoy, y el resto de días, una puerta separa mi vida ahora de la antigua. Al otro lado están mi madre y mi abuela. Tengo que apoyar la oreja en la puerta, cada vez que voy al baño, y cuidarme de no tocar nada en el camino. Mi abuela dice que la casa huele a lejía, yo no puedo corroborarlo.

Nunca he sido una persona cariñosa, aunque los últimos años me habían ayudado a no ser del todo un droide. Hasta ayer, no era consciente de cuánto había cambiado en este sentido, caí cuando al acostarme me di cuenta de lo difícil que puede hacerse el dormir sin un beso de buenas noches.

Desde que era pequeña, mi familia me inició en esta tradición noctámbula, al principio obligada, más tarde automatizada. Antes, mi madre y yo suspendíamos este acto solo con fines maquiavélicos, cuando una de las dos estaba enfadada con la otra, como chantaje emocional para manipularnos mutuamente desde el cariño. Pobres insensatas. Hoy no puedo ni abrazarla.

Juan Gómez-Jurado relata en su diario de confinamiento que una anciana no tiene a nadie que la bese o abrace, nadie que vaya a visitarla, ni con quien pararse a hablar de camino a la compra. Mi abuela también llora, por no poder tocarnos a nosotras, bajo el mismo techo, y por no poder acercarse a mi primo, que está en su casa e ignora si está enfermo.

Ayer fue 19 de marzo, día del padre. Esa fecha señalada en la que mimamos a nuestros progenitores, y, aunque nos cueste el resto del año, nos permitimos bajar nuestras defensas para decir “te quiero”. Yo tuve que hacerlo vía online, pero cuando todo esto acabe, y vuelvan los besos de buenas noches, he decidido que no volveré a racanear un te quiero”, ni tampoco a privarme de un abrazo o de un beso.

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