Rocío Solís Cobo

Aunque siempre me tienta “hacer listas” y a estas alturas del calendario está perfectamente justificado ponerme a lo wonderful, no me apetece nada. O más bien, agradezco que los trabajos de autoconciencia en mi vida tengan cierta presencia fuera de las 12 campanadas. Por lo tanto, póngame una de lo de siempre; o una de lo de nunca y que tanto anhelo alcanzar.

Hoy al releer la cotidianidad de cada día de estos 365 que acabamos de envolver en papel de pescado me he dado cuenta de la grandeza. Nada de lo que he vivido en 2019 me lo he dado yo. Es más, lo que he puesto de mi cosecha ha sido lo más limitadito y mediocre. Buena cura de autoconciencia. Tacho la lista que no había empezado a hacer y me digo “ale, a vivir a fondo lo que me den”. No pretendo hacer un estado de WhatsApp con la frase, así que no me preocupo de maquearla para usted, querido lector inteligente e intuitivo.

En ese momento pongo los ojos sobre tres libros que dejé en mi mesa antes de irme de vacaciones con la idea de escribir algo sobre ellos. Los 3 van de esto, de la muerte. Porque lo anterior, por si no se ha percatado, va de esto, de la muerte, o de la vida. Elija.

La ridícula idea de no volver a verte de Rosa Montero (Seix Barral), La peor parte de Fernando Savater (Ariel), e Inconsolable de Javier Gomá (Galaxia Gutenberg) son las lecturas que en algún momento de mis últimos años me han acompañado. Incluso, como “hay peli” de dos de ellos, he ido a disfrutarlos al teatro. Si bien es cierto que podía haber algún interés académico, la verdad, ya que hemos decidido ser honestos usted y yo, es que el tema me interesa. Soy consciente del lugar aciago de la barra de bar en el que me acabo de colocar en su cabeza. Doy bajonazo. No intentaré justificarme (es también uno de los propósitos no escritos de este año). Pero sí compartiré. Si me acompaña…

La ridícula idea de no volver a verte es un diario de dos duelos en una sola voz, el de la propia Rosa Montero y el de Marie Curie tras la muerte de su esposo, Pierre. La autora va narrando la experiencia de pérdida de su marido entrelazada con la que tiene la científica, esculpiendo un “tú también” conmovedor que hermana a dos mujeres de diferentes épocas, lugares, profesiones. Lo que estaba llamado a sentirse ajeno, la vida o la muerte lo hace un solo sentir, subrayando que no hay experiencia humana, verdaderamente humana, esencial, que no sea compartida. O que esa vivencia no sea fundamento de lo que somos cada uno.

Fernando Savater sigue los pasos. En el sentido más literal. Le toca vivir lo que le toca vivir: la muerte de su compañera del alma. Y lo que sabe hacer, además de vivir a juzgar por lo que dice, es escribir, y escribe La peor parte. Memorias de amor. En sus páginas hay más homenaje a su amada que relato de la experiencia universal. Pero no es capaz de contar la vida sin elevarla a aquello que todos comprendemos: la vida se ve por los ojos que más hemos mirado de frente. Y a cada paso, esos ojos faltan y la vida no tiene aliento para seguir. Pero nadie muere de pena y esa es la pena. Seguimos como si alguien nos hubiera prometido algo. Y eso es lo que cuenta el autor, lo que sigue, la peor parte. Pero incluso esta sigue dándose, sigue siendo un extra.

Inconsolable es otro duelo, pero en este cambiamos de difunto y es el padre el llorado. Un hijo se sorprende de su orfandad. ¿No es lo corriente que un padre mayor se vaya? ¡Qué esperabas? Y date con la misma persistencia inquietante. Esperamos el milagro. En todo. También en lo normal, en lo que hay que agradecer por su apabullante normalidad… esperamos el milagro de que no sea tan insultantemente finito.

«Memorizar la vida para decírsela a mi muerte»

Ninguno de estos libros habla del más allá, pero narran con tanto afecto el más acá que provocan en el lector un gusto por la vida prodigioso. A veces duele la inmanencia que se gastan algunas expresiones. Me duelen porque no es posible soportarlas. Y si fueran verdad no habría otra que tirar la venda. Pero quizá habría que conceder el beneficio de la duda a la existencia. Pero agradezco mucho que en época voluntarista de propósito necio y juicio insulso de la realidad haya unas obras que me muestran, lo quieran o no (y ahora me dirijo a usted, estimado escritor), que la existencia es luminosa y viene y va sin pedir permiso. Su majestad consiste precisamente en su bajeza, que acaba. “Solo en los nacimientos y en las muertes se sale uno del tiempo -escribe Montero-; la tierra detiene su rotación y las trivialidades en las que malgastamos las horas caen sobre el suelo como polvo de purpurina. Cuando un niño nace o una persona muere, el presente se parte por la mitad y te deja atisbar por un instante la grieta de lo verdadero: monumental, ardiente e impasible”.

Tiro la lista de propósitos que aún no había comenzado y sigo pidiendo a los Reyes Magos que me concedan ver la vida y la muerte (acepte el consejo, querido lector, y no elija esta vez, quiéralo todo) en las cosas, en cada experiencia, en cada rostro y compañía, en cada límite mío y del otro, en cada belleza. Cito a Jesús Montiel en su Casa de tinta y deseo, como él, poder todos los días memorizar la vida para decírsela a mi muerte. No tendré otro propósito que esta súplica perseverante y esperanzada como la niña que intuye que no habrá carbón y que los regalos no son la respuesta a los méritos del año.

Este artículo fue publicado originalmente en El debate de hoy y es reproducido aquí con el permiso de la autora

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