Por qué esperamos

“Estamos todos mal, acéptalo. Estamos todos ocultándolo”. Así nos recibe Belén Aguilera en la exposición ¿Acaso alguien nos ha prometido algo? Y entonces, ¿por qué esperamos? que el Instituto John Henry Newman ha acogido —y promovido— en la Universidad Francisco de Vitoria.

Hace algo más de un mes la Universidad se llenó de carteles anunciando que algo iba a pasar y que tenía que ver con nuestro corazón. ¿Y qué ha pasado? Desde el 15 de febrero y hasta el pasado lunes 6 de marzo el hall del Edificio de Comunicación se convirtió en una sala llena de imágenes, artículos de periódico, poemas y canciones; conversaciones entre estudiantes, muchas preguntas, alguna respuesta y una petición. Y que todos los que nos hemos acercado a ella o hemos tenido la suerte de guiar algún pase hemos sido interpelados en primera persona por un recorrido que era más interior que exterior.

La propuesta parte de la premisa de que hay algo que nos pasa a todos, algo que a menudo ocultamos, como decía Belén Aguilera, y que hace emerger una tentación casi inmediatamente: callarnos, no mirar. Pero hay un modo más interesante, más humano de estar frente a este malestar: dando espacio, mirándonos. Este malestar emerge en forma de preguntas —“¿Todo esto para qué?” se cuestiona Leila Guerriero bailando en una discoteca— que son inextirpables y eternas, y que exigen toda la potencia de nuestra razón. Son preguntas que atraviesan toda la experiencia de la humanidad, desde Gilgamesh hasta Fernando Savater, y que hablan de quiénes somos.

Si damos espacio a estas preguntas que surgen en la cotidianidad de nuestra vida enseguida nos damos cuenta de que son, de algún modo, más grandes que nosotros mismos, más amplias que nuestra capacidad de responderlas. Que “todo es poco y pequeño para la capacidad del propio ánimo”, como dice Leopardi. O, como dice Karmelo C. Iribarren, “cuando tienes el mundo a tus pies, y no te basta”. Y esto puede ser muy doloroso. Por eso Albertucho le pide a su corazón “Deja de mandar, corazón extraño”. Y, sin embargo, ¿no es más adecuado escuchar al corazón, a ver qué tiene que decir?

La tristeza surge entonces, a decir de Giussani, como “una chispa que salta de la «diferencia de potencial» que vivimos entre el destino ideal y nuestra carencia histórica”. El opuesto lógico de esta tristeza es la desesperación, que aparece cuando ocultamos el deseo. Esta tristeza nos habla, en realidad, de la grandeza a la que estamos llamados: es como un recordatorio o una brújula que nos impide conformarnos con “alegrías baratas”, en palabras de Dostoievski. Es una herida infinita en forma de cruz, como nos enseña Josep Maria Esquirol, desde cuya vibración hay que actuar.

Emerge entonces la conciencia de una promesa infinita de la que esperamos un cumplimiento. Estructuralmente somos, consistimos en esta promesa. Por eso Avicii puede cantar que estamos “esperando el amor. Esperando a que el amor se pase por aquí”. A este cumplimiento le damos el nombre de amor y remite siempre a alguien que nos abrace tal y como somos, con todo nuestro deseo y toda nuestra insatisfacción, con toda la limitación que somos. La vida está hecha de esta espera de un imprevisto, de que suceda algo que nos rompa los esquemas y que sea excesivo. “En el fondo creemos que algo va a llegar siempre”, nos recuerda Jesús Montiel.

¿Quién puede vencer esta nostalgia? ¿Qué alma gemela encontraremos a la que podamos contarle todos nuestros secretos? ¿Quién es “alma de mi ánima, sangre de mi sangre dentro de las venas”, como desea “sólo” Pedro Salinas? ¿Quién es “eterna presencia”? ¿Quién es este desconocido que llena nuestro corazón de su ausencia, toda la tierra de su ausencia, como se pregunta Pär Lagerkvist?

Si no se admitiera la existencia de una respuesta, nos dice Giussani, se estaría suprimiendo la pregunta. ¡Pero la pregunta está! Es inextirpable. Nos plantamos entonces, al final del recorrido, ante dos alternativas radicales: o “estamos bien hechos” y la vida tiene sentido —porque hay respuesta— o la vida es absurda.

La petición final es un grito de Isaías que todos podemos hacer nuestro: “ojalá rasgases el cielo y descendieses”.

Este recorrido rapidísimo no llega ni a la suela del zapato a la exposición, porque lo más importante es lo que sucedía en los pases, en las conversaciones que se generaban, en las preguntas que surgían entre los que estábamos allí. La frase más escuchada decía algo así: “a mí también me pasa”.

Esto es la universidad: un espacio donde, juntos, hacemos un camino partiendo de las preguntas fundamentales que surgen en el contacto con la realidad cotidiana. Esto es lo que hace también la Asociación Atlántida, un grupo de estudiantes universitarios unidos por una amistad verdadera, muchas preguntas y muchas ganas de vivir intensamente. El recorrido propuesto en la expo es el camino que ellos están haciendo y al que todo el que pasaba por allí era invitado: no es que se nos invite a un camino —que también— sino que el camino solo se puede hacer con otros.

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