¿Qué nos puede dar fuerzas en nuestros peores momentos?

David Rodríguez Marín

2021 no ha sido (o no está siendo – todavía quedan casi tres meses para cambiar de calendario) un buen año para mí. “No hay problema en reconocer cuando las cosas no te van bien”, digo a quienes se preocupan por mí, autonombrado adalid de la lucha por visibilizar también los malos momentos. Aun así, soy consciente de que, si volviera a encontrarme con el reto que siempre nos proponía el profe de inglés de resumir en 150 palabras nuestro verano, escribiría la redacción más tediosa que hubiera leído. 

Este año, dos de mis abuelos han muerto. Mi abuela paterna, Mila, y mi abuelo materno, Félix. Todos (o casi todos) hemos vivido esta experiencia, por lo que no es necesario que trate de poner en palabras lo que tantos pasamos por el corazón. Sí diré que, para mí, “el chico con alma de señor mayor” que tan cómodo se siente rodeado de jubilados, fue más que perder abuelos: fue perder viejos amigos, amigos que me aportaban relaciones similares a reliquias de otro tiempo. 

“De todas formas, tienes mucha suerte de contar con el apoyo de tu familia, tus amigos, tu novia, tu fe…”. Estas palabras que he recibido varias veces son ciertas: soy un afortunado. Cuando construyes tu casa (o te la construyen unas manos misteriosas) sobre cimientos sólidos, es más fácil habitarla, incluso durante las tempestades. 

Pero siento que hay realidades en la vida a las que, por su naturaleza, solo podemos enfrentarnos solos. Por supuesto, contamos con el sostén que nos espera en la morada, pero a veces es necesario salir con escaso equipaje al camino para ver qué significado personal tienen ciertas cosas. Como la muerte, muerte que se hace propia incluso cuando es de otros. 

Es fácil sentirse desalentado en un viaje donde hasta nuestros mayores pilares parecen ajenos y lejanos. Así me encontraba al volver del cementerio el día que enterramos a mi abuela, con una extraña frustración que no sabía muy bien a quién dirigir. Esta inquietud me llevó a rescatar del polvo unas cartas que los abuelos habían mandado a mi padre mientras él hacía la mili, unas cuartillas que destilan ternura en cada palabra. Yo, obviamente, no existía en aquel entonces; ni siquiera tengo recuerdos de mi abuelo paterno. Pero me sentí parte de su proyecto común al leer esas palabras y me di cuenta de algo. 

¿Qué nos puede dar fuerzas en nuestros peores momentos? La sonrisa del hombre feliz viene de saberse el resultado de un hilo de cariño, un fino hilo que otros comenzaron a tejer hace mucho tiempo y que resiste laberintos a lo largo de los siglos. Yo puedo decir sin temor a equivocarme que mis antepasados más lejanos me amaban sin saber jamás que existiría, pues su entrega posibilitó mi vida. 

De la misma forma, este misterio no se queda inmóvil, sino que nos llama intensamente a actuar, construyendo hoy el amor que otros podrán disfrutar mañana. Además, no podemos ser ingenuos: hay hombres y mujeres que, por desgracia, no han experimentado esta certeza, la de ser queridos antes de nacer. ¿Qué es de ellos, que se sienten como eslabones separados de una cadena rota, engranajes extraídos de una máquina que funciona sin necesitarlos? 

Amémoslos. Hagámosles ver que son parte imprescindible de nuestra familia humana y que compartimos la misión de continuar un bello legado. El amor es la línea genealógica del ser humano. Su verdadero linaje, su única patria. 

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