Isidro Catela. Profesor UFV

Dice san Ignacio de Loyola que en tiempo de desolación nunca hacer mudanza, mas estar firme y constante en los propósitos y determinación en que estaba el día antecedente a tal desolación. En la Quinta Regla de la Primera Semana de sus imprescindibles Ejercicios Espirituales, san Ignacio nos invita a «permanecer», a escapar del tiempo del movimiento perpetuo, a abandonar la dirección del mal espíritu; a recuperar, en definitiva, la senda de la constancia en la virtud y gracia hasta la muerte. Esa fortaleza que ha labrado un buen carácter, a la que Aristóteles llamaba «virtud» y a la que los libros de autoayuda hoy rebautizan como «resiliencia«.

Oímos de forma recurrente en estos días que no saldremos de la pandemia igual que entramos. Quién sabe. Es un loable pensamiento de deseo que no en todos, por desgracia, se concretará en la tarea de ser mejores. Venga lo que venga a partir de ahora, lo que ya ha llegado, es una bofetada de realidad que ha nos situado ante nuestra propia finitud.

Estábamos en loca carrera transhumanista hacia la inmortalidad de los cuerpos y la muerte más que posible ha aparecido en el horizonte. Sabiendo que en cualquier momento podemos morir, la enfermedad nos interpela con fuerza sobre cómo debemos vivir. Nos pregunta si tal vez, como sostiene François-Xavier Bellamy en su último libro, no convendría aprovechar para permanecer, para apostar por la solidez en medio de la sociedad líquida, para no hacer mudanza, para convertir la casa en hogar que se habita.

Pareciera que en esta época, tan entregada a la velocidad, al cambio, y a un «progreso» entendido de forma alicorta, tuviéramos que hacer más y más, más y más deprisa. Pareciera que, incluso ahora, confinados, tuviéramos que seguir corriendo. Solo que correr significa también alejarse, dejar los recuerdos, el hogar … para ir ¿a dónde?

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