No esperemos para vivir

En los primeros años de nuestro matrimonio, cuando todavía no teníamos a nuestros pequeños madrugadores, desayunábamos largo y tendido juntos los fines de semana. Mientras mi marido intentaba tener un despertar paulatino delante de su taza, le exponía mi plan del día. Básicamente era una lista interminable de tareas por hacer. Y la conversación se solía acabar muchas veces con una pregunta suya:

“¿Dónde está?”

A lo que contestaba sorprendida: “¿Quién?”

“Pues”, me decía el santo de mi marido, “¡El señor que nos persigue!”.

Leí que el hecho de actualizar el correo o el WhatsApp para ver nuevos mensajes tenía el mismo efecto en el cerebro que jugar a la máquina tragaperras. No me extraña nada. Admito que soy una de los muchos que han tenido que quitar las pastillas rojas de actualización porque no podía evitar pinchar. ¿Por qué nos doblamos bajo esa carga y estamos tan agobiados? Tendrá parte de realidad, claro está, pero a menudo parecemos siervos de esos pitidos digitales, como cuando antiguamente se hacía tocar la campanilla para que acudiera el criado.

Somos como el contable en el cuento de El Principito, que está tan ocupado que no quiere relacionarse con nadie. Sólo repite en bucle: soy un hombre muy importante, no tengo tiempo, no tengo tiempo. Ahí está… Decir que estamos sumergidos de notificaciones nos hace sentir valiosos. ¿Y el precio cuál es? Justamente no tener tiempo para lo que es primordial. Hoy, en nuestra sociedad postmoderna entendemos la libertad como un absoluto que nos conecta a todos. Pero no de cualquier manera, porque rechaza acoger lo que no podemos controlar. Vamos pensando que somos libres porque tenemos cientos de opciones virtuales que clasificar.

Antes de exponer el tema de la libertad en clase, les pido a mis alumnos que se imaginen que es el día de su funeral. (Lo hago con cuidado por si a alguno le da angustia pensar en la muerte). Tienen que escribir en una hoja (que no leo nunca) lo que les gustaría que se diga sobre ellos este día. Sirve para que se den cuenta de que tenemos que mover nuestra libertad hacía un fin último. Y que se planteen, si no lo han hecho hasta ese momento, lo que esperan de la vida. ¿Cuántas veces vamos por ahí satisfechos de nuestro día porque hemos vaciado la bandeja de entrada del Outlook? Y pasamos de largo ante el sentido de nuestra existencia…

Así que en este tiempo de Adviento, plantémosle cara a “este señor que nos persigue”. No tenemos tiempo, es verdad, pero para estar de vuelta de todo, apáticos, sin sueños ni pasiones. No esperemos más para vivir lo que vale la pena.

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