Los brotes de la higuera

Salvador Antuñano Alea
Catedrático de Filosofía Antigua y Medieval

Reflexiones sobre los veinticinco primeros años de vida de la Universidad Francisco de Vitoria

Con la venia,

Excelentísimo y Magnífico Señor Rector, Muy Reverendo Padre,

Excelentísimas autoridades, Muy ilustres maestros y colegas, Señoras y Señores,

(Mk 13: 28)

Era la tarde del día de San Crispín y San Crispiniano mártires, del año de gracia 1993, el 25 de octubre. En un aula magna prestada por la Universidad Complutense de Madrid y bajo los auspicios y protección de su entonces Rector, el Catedrático Don Gustavo Villapalos Salas, ante la presencia de Don Francisco Javier Martínez Fernández, hoy Arzobispo de Granada y entonces delegado del Cardenal Suquía, junto con el representante del Patronato de nuestra Fundación, el P. Florencio Sánchez Soler, L.C., y con quien fuera la primera máxima autoridad de esta Casa, el Profesor Doctor Don José Manuel García Ramos, el Catedrático y Premio Príncipe de Asturias Don Juan Velarde Fuertes, uno de los hombres más sabios del Reino, impartía la primera lección magistral con la que nuestra Universidad comenzaba, del modo más solemne y entrañable, con ilusión y esperanza, su actividad académica1.

Enfrentados al honor y al vértigo de impartir esta lección, tras dudarlo mucho y descartar otras opciones, pareció que lo menos malo era reflexionar sobre el sentido que puede tener para nosotros la historia de estos primeros veinticinco años. Sin duda esto tiene que ver con lo que la Doctora Lacalle, en su guía para el re-pensamiento llama “la cuarta pregunta” y “la cuestión del sentido”2. Y para hacerlo, vamos a tomar como encuadre y referencia un verso del Evangelio según san Marcos:

“De la higuera aprended esta parábola: cuando ya sus ramas están tiernas y brotan sus hojas, sabéis que el verano está cerca” (Mc 13: 28).

Aquí, el Señor nos enseña a leer los signos de los tiempos y con ello nos muestra una nueva crítica del conocimiento, una metafísica y una antropología -lo cual, dicho sea de paso, tiene que ver con las cuestiones correspondientes de la guía del re-pensamiento3-. La ternura de las ramas y el verdor nuevo de los pequeños brotes no son simplemente datos que indican que la savia vuelve a licuarse sino que señalan también, antes de que llegue el verano, que la estación cambia y que podemos esperar calor y frutos -y por lo mismo, trabajo y bochorno pero también cosecha y fiesta-. De este modo, para la mirada del Evangelio, cuando vemos el renacimiento de la higuera vemos también, simultáneamente, co-intuimos, el verano, el paso del tiempo, el trabajo de los hombres, la fecundidad de la tierra, el fuego del sol, el dulzor de los higos, la resurrección de la vida y la gloria eterna. Peter Kreeft4 nos recuerda que de esta forma, para la mirada evangélica -y para la platónica-, la realidad que vemos no es sin más “lo que parece” o “lo que hay” ni por supuesto “menos de lo que hay” sino siempre “más de lo que hay”. Es una mirada que es inteligencia porque sabe leer por dentro -intus legere-; una inteligencia generosa, superabundante y profunda, significativa y acerada, que sabe que las cosas son como sacramentos que significan siempre y apuntan a algo más allá de sí mismas, pero en íntima conexión con ellas. “Things -nos dice Chesterton- are not what they seem, but what they mean”5.

¿Qué vemos, por tanto, en la higuera de nuestros veinticinco años? ¿Qué significan sus ramas y sus brotes? ¿A qué nos interpela?

XXV Años de la Universidad Francisco de Vitoria

Veinticinco años es una medida suficientemente amplia, pero también una medida que puede abarcarse: hoy tenemos, más o menos, la edad que nuestros padres tenían hace veinticinco años y la que nuestros abuelos tenían hace cincuenta. La perspectiva de dos décadas y media permite distinguir elementos estables (si los hay) en medio de cambios relevantes y captar un cierto arco y desarrollo en las cosas: no estamos tan lejos de aquel momento que podamos considerarlo completamente ajeno, pero podemos mirarlo ya en una proporción más equilibrada -hay distancia y a la vez continuidad, pertenencia-.

Hace  unos  minutos,  el  Secretario  General6    nos  traía  los  datos  del  espectacular  y alentador -no menos que inquietante- crecimiento de nuestros últimos años. Nos ha dicho que apenas un cuarto de siglo atrás nuestros alumnos de licenciatura no llegaban a 400 -eran sólo 385-, a los que habría que sumar los 42 del primer -y entonces único- máster de la Casa, el de Filosofía. Hoy, entre grados y postgrados, son más de 8500. Ese primer año compartíamos el único edificio -el central- con el colegio Everest, y en ese edificio, para dar clase, nos bastaban 8 aulas. 8 son los edificios que tenemos hoy y no alcanzan para las aulas que necesitamos. La plantilla docente y de administración y servicios era entonces de unas 87 personas; hoy sobrepasamos los 1200. Abrimos nuestro primer curso con cuatro licenciaturas: Derecho, Económicas, Empresariales y Periodismo. La página web registraba esta mañana no menos de 48 grados y 13 postgrados oficiales. La primera biblioteca -una pequeña habitación en la buhardilla del módulo central- registraba entonces en su catálogo apenas 1014 ejemplares, la mayoría manuales de texto -hoy,  entre digitales, impresos, incunables y manuscritos, son 175.574 títulos-.

No hemos querido contar -no tiene ningún caso- los miles de alumnos que han pasado por nuestras aulas -y si hubiéramos contribuido a la plenitud de vida de uno solo de ellos, ya merecería la pena todo-. Hemos intentado prepararlos para su labor profesional, y nos ha preocupado que, sobre todo, llegaran a ser excelentes personas. Por eso, además de en las aulas, los hemos formado en orfanatos y comedores sociales, en residencias de ancianos y en la ayuda a los débiles; los hemos llevado de misiones a Bosnia, a la India, a Etiopía, a la remota Argentina. Hemos estudiado y discutido con ellos en Grecia, en Roma, en Nueva York y Chicago, en China y en Bruselas. Les hemos hecho leer a Homero y a Aristóteles y la Sagrada Escritura y les hemos hablado de Dios en el lugar mismo donde nació. Y tantas otras cosas. Por eso ilusiona mucho ver por el campus los carteles con imágenes y nombres de ex- alumnos que, en cuanto salieron de aquí, comenzaron a asumir puestos de responsabilidad y servicio en medio del mundo.

En estos años, además, hemos superado las insidias y trampas de sucesivos ministerios de educación -y sus ministros, alguno más oscuro que Fouché-. Alcanzamos pronto la madurez necesaria para desprendernos de la tutela de la Universidad Complutense. Hemos salido airosos de arduas batallas con la temida ANECA y sus epígonos. Hemos resistido y triunfado, no sin sacrificios a veces heroicos, sobre las embestidas de las acreditaciones, la proliferación promiscua de leyes cada vez más soviéticas, el parto de los montes de Bolonia. Hemos atravesado las llamas devastadoras de los escándalos de un fundador -el nuestro-, el consiguiente asedio de los medios, críticas, sospechas y sarcasmos. Hemos cruzado a pie enjuto por medio de una crisis económica de proporciones mundiales… “We few, we happy few, we band of brothers!”7.

Como bien se ve, tenemos poderosas razones para celebrar con gozo nuestros veinticinco años. Todo esto muestra, sin duda, que las ramas de nuestra higuera son tiernas y flexibles, que hay brotes en ellas de hojas y frutos que auguran sombra, dulzura y abundancia de paz.

Está bien ver todo esto y alegrarnos. Pero tenemos el riesgo de dormirnos en los laureles, de acostumbrarnos a la bonanza, de vivir “como en los días de Noé” (Mt 24: 37) y de terminar muriendo de éxito. Eso, sin considerar que, al lado de esos triunfos y alegrías, también hemos tenido fallos, fracasos y pecados… Por eso, conviene contrastar nuestros veinticinco primeros años con esos mismos años en la historia del mundo, para poder calibrar mejor nuestra realidad y afrontar con madurez los nuevos retos.

La admirable lección magistral que el Doctor Florentino Portero dictó desde esta misma tribuna hace cuatro años nos ofrecía una condensada descripción y un acertado análisis de la situación del mundo actual. Hay que decir que la visión de conjunto no era exactamente reconfortante -pero en contrapartida nos permitía comprender los cambios y ver con transparencia sus dimensiones-.

Porque de 1993 a 2018, hemos sido testigos de cambios espectaculares. Es necesario, por ejemplo, recordar que la Universidad -no la medieval, sino la nuestra-, nació en un mundo anterior a internet -caer en la cuenta de esto hace que los veinticinco años parezcan veinticinco siglos-. Con internet se desencadenó un desarrollo exponencial de tecnología e información que somos -y seremos- sencillamente incapaces de asimilar. Hemos vivido bajo dos Reyes y tres Papas, hemos soportado cuatro inquilinos de la Casa Blanca, cinco de La Moncloa y tres del Kremlin. Asistimos a la abdicación de un Rey de España -algo que no se veía desde 1931- y de un Pontífice -algo que no pasaba desde 1294… También vimos el prolongado apagarse de un tirano de Cuba y la retirada de otro -aunque no todavía la desaparición de esa dictadura-. Desde hace unos meses asistimos al deshielo -o no- de Corea. Hemos visto el resurgir de populismos crónicos y de ideologías extremas, el auge del terrorismo islámico, la creciente solidificación del narcotráfico. Presenciamos el nacimiento del euro en un momento de euforia en que Europa parecía un continente nuevo y pocos años después fingimos sorprendernos de su fragilidad quebradiza. En un cuarto de siglo hemos visto apagarse una guerra en los Balcanes y encenderse otra en el Golfo, interminables conflictos en Afganistán, la caída y levantamiento de regímenes y califatos y nuevas inquisiciones, el mediático cartón piedra de la supuesta primavera árabe y su trágico rastro en Libia, Siria, Egipto,… Capítulo aparte merecería Dolly, la famosa oveja y con ella las posibilidades y riesgos del genoma y de la ciencia…

Y mucho más a fondo, lo que todo eso supone: el acoso y derribo de la institución familiar, el advenimiento de viejos y nuevos bárbaros, la disolución de un mundo configurado por estados-nación vigente desde Westfalia, el auge e imperialismo de nuevas potencias -no sólo estatales, como China, sino supra-nacionales y económicas como las mega- corporaciones. Vemos en directo los grandes flujos migratorios; la tensión entre las identidades propias y la llamada globalización, asistimos a la consolidación del nihilismo, de la dictadura del relativismo, de la llamada “postverdad” -todo ello en manos de unos poderes cada vez más grandes y uniformes y anónimos, de tal modo que podría parecer que las distopías de Huxley y de Orwell han servido de guión para la configuración de nuestro tiempo-8.

Si uno intenta ver -según el mandato evangélico- los signos de los tiempos en todo esto, no es que se tenga la impresión de que nos acercamos al apocalipsis: uno siente más bien que ya llevamos un buen rato dentro de él: que hemos llegado ya hace tiempo al fin del mundo -al menos al fin del mundo en que algunos todavía nacimos, la civilización occidental-. Y nos parece que el mundo de hoy, tan tecnológico, tan científico, con tanta información, con tanta prisa, con tanta utilidad pragmática y tanta eficacia, parece -como comentaba el Cardenal Ivan  Dias9   hace  diez  años  en  la  Conferencia  de  Lambeth-  un  enfermo  de  párkinson y alzhéimer que se agita de modo incontrolado y que olvida las palabras que daban sentido a su existencia, de modo que ya no puede nombrar la realidad, ni comprenderla.

Pedimos perdón si es de mal gusto traer a una celebración festiva como esta la consideración de datos tan lúgubres, tan siniestros. No es nuestra intención ofender el buen tono de lo políticamente correcto. Pero estamos en una Universidad que quiere -todavía- buscar la verdad, la que nos afecta e interpela y no ver lo que ha sucedido, o no reconocerlo, conduce a la técnica del avestruz, que ciertamente no es ni muy sensata ni demasiado provechosa.

Y sabemos -¡cómo no!- que el recuento que hemos hecho es parcial y, al lado de todo eso, hay también mucho bien, mucho más bien que, por serlo, es también más discreto y permanente. Si, además, queremos ser consistentes con lo que antes decíamos, sabemos que no podemos quedarnos a mirar sólo “lo que hay” sino considerar que la realidad es siempre mucho más de lo que hay.

Por eso, si miramos “lo que hay” en la descripción que hemos dado de nuestro mundo y vemos que éste se nos hunde como el Titanic -cuya historia es mucho más que una mera imagen de la nuestra-, es para intentar enmarcar y comprender nuestros propios veinticinco años con el contraste de lo que en ese mismo tiempo ha ocurrido en el mundo. Y el contraste puede resultar, cuando menos, chocante al menos por dos cosas: aislamiento y desproporción.

Pensemos por ejemplo en un punto, en los duros años de la crisis económica, cuando – por limitarnos al sólo campo académico- no pocas universidades cerraban cursos y carreras, institutos y proyectos de investigación, mientras que nosotros no sólo resistíamos sino que incluso llegamos a crecer. Si a este simple ejemplo añadimos que hay problemas lacerantes que dentro de nuestros muros apenas nos llegan como un eco -las pateras de la muerte, los refugiados del levante, los estados fallidos, las favelas,…-, o como meros casos de estudio para discusión en clase -el “brexit”, la radicalización de Turquía, la política de Putin o de Trump o la gravísima amenaza de cisma en la Iglesia-, puede tenerse la impresión, no sin fundamento, de que nuestra Universidad Francisco de Vitoria ha sido una isla en estos veinticinco años, una burbuja.

Si esto fuera así, la necesaria serenidad y distancia que Quevedo y Lewis10 apreciaban y cantaban en sus versos dedicados a la “paz de los desiertos” y a las «towers of dreams”, lejos de ser un medio necesario para que la universidad cumpla su misión, puede degenerar en una culpable indiferencia ante los problemas del mundo, que nos interpelan con voz que clama al cielo por verdad y por justicia, mientras nosotros, como el rico epulón, banqueteamos espléndidamente (cf. Lc 16: 19)-.

Y aunque no tuviéramos las sensación o la conciencia de mantenernos aislados, es difícil evitar la sensación y la conciencia de desproporción entre nuestra historia y la del mundo en estos años. Aunque como universidad tuviéramos empeño en responder a los problemas y angustias de los hombres, ¿qué podrían nuestras mermadas fuerzas? Nos dedicamos en clase  a leer textos viejos y a discutir sobre los problemas del mundo de hoy, pero ¿sirve eso para remediarlos? Y esto no sólo en el ámbito de las humanidades: desde que empezamos a diseñar la investigación en un fármaco o sobre una enfermedad hasta que podemos aplicar – provisionalmente y como ensayo- un tratamiento, ¿cuánto tiempo pasa, cuántos experimentos fallidos, cuántos euros gastados? También aquí es fácil sentir la desproporción entre unas necesidades urgentes y unos remedios muy lentos…

Por eso, importa mucho no sólo “saborear” estos veinticinco años, sino intentar también “entender” qué significa nuestra desproporción y nuestro aislamiento. ¿Es en el fondo todo absurdo? ¿Qué podemos o debemos hacer ante los males del mundo? ¿Encerrarnos en nuestra burbuja, en la torre de marfil de nuestros exquisitos estudios? ¿O lanzarnos como kamikazes a la acción frenética? Si descubrimos en las ramas de nuestra higuera una cierta flexibilidad y unos ciertos brotes, ¿cómo debemos interpretar estos signos? ¿Para qué, en definitiva, existe la Universidad Francisco de Vitoria -y nosotros en ella-?

¿Qué significa nuestra breve historia?

Al menos desde los tiempos de Berdiáyev11 y Dawson12 es ya un manido tópico comparar la crisis de la Modernidad -en cuyos estertores chapoteamos- con el final del Mundo Antiguo. Pero no por ser tópica la comparación deja de ser luminosa, sobre todo si se mira con un cierto detenimiento. Y, precisamente, por ese potencial ha sido retomada por diversos autores más recientes: entre otros MacIntyre13, Dreher14, Hadjadj15, Scruton16, y por supuesto el magisterio universal de Ratzinger17. También el P. Marko Ivan Rupnik nos habló de ello cuando en octubre de 2013 recibió el doctorado honoris causa en esta misma aula18.

En efecto, la crisis de la última Antigüedad -como la de ahora- no consistía en que un pueblo invadiera a otro o que una dinastía suplantara a la anterior; no se trataba de un cambio de régimen -de monarquía a república o viceversa-, sino de mucho más que eso: de disolver los mismos principios y cimientos del orden del mundo. Por muy terribles y sanguinarias y destructoras que hayan sido las revoluciones francesa y rusa, lo que ambas hicieron no fue sino instalar nuevos tiranos en los viejos tronos de los zares y los reyes absolutos -de modo que, como escribió el príncipe de Lampedusa, la intención de cambiarlo todo era sólo para que todo siguiera igual19-. Algo parecido pasaba en las guerras civiles entre Mario y Sila o en la milenaria rivalidad entre Egipto y Babilonia. En cambio, lo que ocurría entre el siglo IV y el VI -como lo que ocurre hoy- es una verdadera subversión del sistema: lo que cambia es la image of the World, la Weltanschauung20el modo de comprender la existencia.

En el verano del año 410, a raíz del saqueo de Roma por parte de Alarico, San Agustín pronunció varios sermones21 en su basílica de la Paz en Hipona, al norte de África, sobre “la muerte de la Ciudad” -unos textos que dieron después origen a los veintidós libros de La Ciudad de Dios-. En esos sermones, ante el espectáculo sobrecogedor de un mundo que se desmoronaba a trozos -porque Roma era la civilización más grande de la que se tenía recuerdo, tan grande que se la consideraba eterna y más divina que el Olimpo-, el Obispo amonesta con confianza a los fieles que el mundo está viejo y como un viejo tiene achaques y se muere, y que esto ocurría según ya el Señor lo había previsto y anunciado. De este modo,  San Agustín reconocía la calamidad de su tiempo, pero también sabía ver, unos muy extraños signos de esperanza. Y por eso confortaba a sus coetáneos: “Los tiempos son malos, son recios los tiempos, esto dicen los hombres. Vivamos bien y los tiempos serán buenos. Nos sumus tempora -nosotros somos los tiempos-: como somos nosotros, así son los tiempos”22. Y también: “[Los hombres nos dicen:] ‘Advierte que Roma perece en los tiempos cristianos’. Quizá no perezca; quizá sólo ha sido flagelada, pero no hasta la muerte; quizá ha sido castigada, pero no destruida. Es posible que no perezca Roma si no perecen los romanos. Pues, si alaban a Dios, no perecerán; si blasfeman contra él, perecerán. En efecto, ¿qué otra cosa es Roma sino los romanos? No se trata aquí de las piedras y de las maderas, ni de las manzanas de elevados bloques de casas o de las enormes murallas. Todas estas cosas estaban hechas de forma que alguna vez tenían que perecer”23.

Visto con la distancia de los siglos, puede parecernos que estas recomendaciones son tan desproporcionadas, tan aisladas -tan inútiles- para evitar el cataclismo como la resistencia de los hiponenses a las hordas de los vándalos de Genserico: el propio Agustín murió durante el sitio de su ciudad. Desproporción y aislamiento son también las notas que parecen caracterizar, cien años más tarde, a San Benito de Nursia cuando decidió abandonar una brillante carrera de abogado de éxito para fundar una comunidad de monjes. Desproporción y aislamiento: parecía que lo que ocurría fuera de los muros del monasterio no iba con esos hombres que sólo rezaban y trabajaban, parecía que ellos no podían hacer nada para curar  al mundo de sus guerras, del hambre, de la injusticia, de la ignorancia, de las enfermedades, de la esclavitud,…

Y sin embargo, la realidad es siempre más de lo que parece. Hay un germen misterioso en las cosas pequeñas. Y por eso tanto las reflexiones del Obispo de Hipona, como la regla del Abad de Montecasino, cambiaron el mundo: forjaron en los hombres una nueva mentalidad, de cuyos principios ha vivido la historia hasta nuestros mismos días. Pero no lo hicieron con ningún plan estratégico a cinco años ni tras escuchar a sofisticados consultores venidos de más allá de los escitas por la ruta de la seda. Les bastó, como recordaba Benedicto XVI en el Colegio de los Bernardinos de París hace diez años, “quaerere Deum: ir a lo esencial, a lo último, a lo profundo”24 -es decir, plantearse completamente en serio, la cuestión del sentido y querer resolverla vitalmente, con autenticidad, entrega, verdad, optando por lo mejor hasta sus últimas consecuencias.

Y es aquí donde podemos también nosotros descubrir el sentido de nuestra propia pequeña historia, el sentido de la desproporción que hay entre nuestras menguadas fuerzas y los ingentes problemas del mundo, y el sentido de nuestro aislamiento para el estudio. San Agustín y su comunidad de Hipona, San Benito y sus monjes era lo que Ratzinger -y Toynbee- llamaron “minorías creativas”25. Y si es cierto lo que enseñaba nuestro querido -y llorado- Don Pablo Domínguez, que el mundo no se transforma “masa a masa” sino persona a persona26, entonces las minorías creativas son más decisivas que los grandes populismos y las campañas globales de márketing.

Un invernadero no es una burbuja, aunque también en él haya “aislamiento” y a pesar de que externamente pueda tener una configuración y una estructura semejante. La misma intención del invernadero marca la diferencia: se trata de aislar para fortalecer las pequeñas plantas para que puedan vivir fuera de él, para que fuera de él resistan las inclemencias del tiempo. Porque el tiempo no es sólo un fenómeno meteorológico -el clima-, ni sólo el número del movimiento, no es desde luego sólo un esquematismo psicológico, no es ni siquiera sólo el espacio por donde se distiende y derrama nuestra alma. El tiempo es también una mentalidad, un espíritu vinculado a un momento de la historia, una moda mimética a la larga siempre caduca27 y la historia muestra que han sido sólo grandes quienes han pasado por

encima de ella. Por eso, lo que formamos dentro de nuestro invernadero tiene que resistir -y en ese sentido oponerse y superar- al espíritu del tiempo, pues de otro modo se desvanecerá con el mismo tiempo. ¿Somos burbuja o invernadero? ¿Somos minoría creativa o un club de estupendos que en el fondo no es sino una más de las mil instancias del espíritu del tiempo que se mueven de la nada a la nada en el flujo de una corriente de mediocridad informe?

¿A qué nos compromete nuestra historia?

Entonces, ¿qué debemos hacer? ¿Qué podemos hacer para que nuestra Universidad -y en ella nuestra docencia, nuestra investigación, nuestra atención al alumno, nuestra vida- no sea, según dice Job (3: 14) como la de “los reyes y consejeros de la tierra que se edificaron ruinas en el desierto para acumular abundancia de plata y oro en sus sepulcros”?

Volvamos a la higuera del Evangelio: se nos ha dado ternura en las ramas y brotes nuevos, porque el ardor del tiempo está ya aquí -“a las puertas”, textualmente dice Marcos- y debemos dar fruto. En consecuencia, debemos asumir nuestro carácter de invernadero y de minoría creativa para la regeneración de un mundo que ya está sumergido en una especie de glaciación. Esto implica asumir la actitud de los monjes del siglo VI: aquella mirada a lo esencial de la que nos hablaba el Papa Sabio, que busca el sentido último de las cosas -la cuarta pregunta de nuestro “re-pensamiento”-.

¿En qué consistía esto? En definitiva, en un cambio de mentalidad: los monjes dejaron de entender la vida como la entendía el mundo antiguo y, por una especie de contagio, el mundo antiguo dejó de comprender la existencia en esas categorías para comprenderla en otras nuevas. Agustín no buscaba huir de Hipona y Benito renunció al éxito mundano: ambos muestran con su vida que cambiaron el deseo de ser el primero para hacerse los últimos, para llegar a lo más profundo. Nuestra tarea -nuestra misión- es ayudar al mundo a renovarse con una mentalidad más verdadera, más buena y más bella.

Si lo reducimos a un esquema muy simple -con el riesgo de simpleza que esto tiene- podemos decir que en el Bajo Imperio Romano rivalizaban tres grandes mentalidades distintas: una corriente espiritualista, otra materialista y la fe cristiana. La primera era la más antigua pero también entonces la menos extendida. El mundo se había construido sobre ella y desde luego había favorecido los grandes avances -en su desarrollo estaban Homero y Platón, Aristóteles, los Estoicos y Virgilio… Pero su comprensión de la existencia, una síntesis entre lo religioso, lo literario y lo metafísico, ya no podía explicar el mundo ni el drama de los hombres. Por eso sus seguidores eran cada vez menos y se refugiaban en los elitistas círculos neoplatónicos. En segundo lugar estaba la mentalidad escéptica, materialista y pragmática, que renunciaba a una comprensión última de la existencia para centrarse en una forma muy básica de “carpe diem” hedonista que no podía sino generar una profunda insatisfacción interior y una desesperación nihilista. Desde el reinado de Augusto hasta bien entrado el de Teodosio era la forma mentis dominante de la sociedad -y la que estaba minando corrosivamente la civilización-. Finalmente estaba la fe cristiana, cuyo relato y metafísica era capaz de encender una esperanza nueva, testimoniada existencialmente por los mártires. Lo que hicieron San Agustín y San Benito fue, en el fondo, partir del fundamento de esta fe para rescatar lo valioso que había en la primera mentalidad, la más antigua, y ofrecer esa síntesis como alternativa a la desesperanza del escepticismo nihilista.

La comparación con ese momento es luminosa, porque también en nuestra época hay – si mantenemos el mismo trazado grueso de ese esquema básico- tres grandes mentalidades en liza: el humanismo racionalista ilustrado que ha permitido entre otras cosas los grandes avances científicos pero que fracasó en las trincheras del Somme, en las cámaras de Auschwitz y los Gulag y -por eso- ya no sirve para comprender la historia28; la segunda, que se deriva de la desilusión de la primera y fue augurada por los que Ricoeur llamó filósofos de la sospecha – Marx, Nietzsche y Freud29– y lo que Bloom designó como “escuelas del resentimiento”30 y  que propone un nuevo irracionalismo, escéptico, materialista, pragmático y -en el fondo- inhumano. Sus gurús son innumerables y tiene gran predicamento y mucho auge y es la que está llevando el mundo a su disolución. Finalmente permanece también, a través ya de dos mil años, la mentalidad propia de la fe cristiana, reducida, sí, pero también purificada y consolidada y, sobre todo, con el germen de la resurrección en su entraña.

Sin duda en ambos casos hay que hacer muchos matices a este esquema tan simple. No hemos hablado de los gnósticos ni de los judíos ni de de las versiones heréticas de la fe cristiana. Pero en términos generales y con las precisiones oportunas, todas estas cosas pueden de algún modo reconducirse a aquellas tres mentalidades de cada período. Por otra parte, el esquema triádico no es ni mucho menos una dialéctica hegeliana de tesis-antítesis-síntesis. Más bien, el desarrollo que se ve en el final del Mundo Antiguo -y no es hoy posible determinar cuál será en nuestro tiempo- es el de una mentalidad fuerte y creativa que da origen, por degeneración y desgaste a otra mentalidad autodestructiva en el momento que surge de otro lado una tercera mentalidad que puede asimilar elementos de la primera pero que es impermeable a la segunda, de tal modo que esta última mentalidad conserva y recrea los elementos más valiosos de la primera y termina anulando la segunda. En esto consistió entonces el “cambio de mentalidad”.

“Cambio de mentalidad” en la lengua de los antiguos dioses se dice “metanoia” y es también una palabra del Evangelio -está en la primera frase que pronuncia el Señor en la versión de san Marcos (Mc 1: 15)-. De hecho, en cierto modo, esa palabra es el Evangelio -la buena noticia-, porque frente a un mundo esclavizado por la mentalidad de dominación, de violencia y de egoísmo, enfermo de voluntad de poder y hastiado de masticar las cenizas del vacío, frente a un mundo así, la buena noticia que proclama el Señor es que es posible sentir, comprender y vivir la vida desde el amor, la entrega, el perdón, la gratuidad de un Dios que para rescatarnos se deja matar.

San Jerónimo tradujo “metanoia” como “conversio”. Y de esto se trata precisamente. Cuando en esta Casa forjamos nuestro “idioma propio”, esos eslóganes que nos gusta repetir tanto, tales como “acompañamiento”, “re-pensamiento”, “centrado en la persona”, y -como comenta el Profesor Monjo- la marmita de lo “dialógico” en la que parece que nos hemos caído de pequeños, -un idioma, por cierto, que tiene el grave riesgo de convertirse en “lenguaje cero” y “neolengua”-; de lo que se trata, en el fondo, lo que queremos cuando forjamos estas expresiones con una intención pura y legítima, es de “cambiar de mente”, de “convertirnos”, para que lo que sentimos, lo que pensamos y lo que hacemos en la Economía, en la Medicina, en las Ciencias, en las Artes y las letras, y en la misma matemática, con nuestros alumnos y en nuestros estudios, en soledad y en equipo, en la cafetería y en los campos de deporte, no lo hagamos, pensemos y sintamos desde el despótico criterio de nuestro egoísmo, sino desde el corazón de aquel “Amor che move il sole e l’altre stelle”31.

Pero ¿cómo puede esto hacerse? Sin pretender caer en las recetas fáciles, sino acudiendo a la historia de la vivencia del Evangelio en distintas épocas, quizás no debamos hacer cosas muy distintas de lo que hicieron San Pablo y San Juan, San Agustín y San Benito: primero,  un análisis crítico y caritativo de la imagen del mundo que tiene nuestro tiempo -lo que nos exige conocer con profundidad y amor nuestra época, sin disolvernos en ella-. En segundo lugar, una propuesta alternativa desde la visión del hombre revelada por Aquel que conoce verdaderamente  al hombre porque se ha hecho más nuestro que nosotros mismos. Y en tercer lugar: “ir a lo esencial”, buscar y descubrir el sentido último implica el testimonio de una vida que quiere ser coherente con esa imagen del hombre -la autenticidad de vida a la que también nos exhorta el Papa Francisco en Gaudete et exultate cuando, llamando las cosas por su nombre, nos habla de nuestra vocación a la santidad32.

Conclusión

Hace veinticinco años, en el acto como este que dio inicio a nuestra navegación, el Padre Florencio comentó el sentido que tenía nuestro lema “vince in bono malum”33. Tomado de la Epístola de San Pablo a los Romanos (Rm 12: 21), este “grito de guerra” cifra y resume la “metanoia” evangélica que queremos realizar.

Desde que el hombre salió del Paraíso -e incluso ya dentro de él- el mal forma parte de nuestra existencia, nos invade, nos rompe y nos corrompe, nos hace sufrir y termina por destruirnos. Por activa o por pasiva: tanto si somos los injustos y malditos actores del mal, como si somos las desgraciadas víctimas que lo sufren. La historia del mundo, en este sentido, está sembrada de mal. Y no sería por eso difícil hacer tampoco un relato de nuestros veinticinco años desde esa perspectiva: hay muchos fallos, errores, defectos, injusticias, violencias y maldades en todas las cosas humanas -y no íbamos a ser nosotros la excepción-. De algunos de estos males, de hecho, somos incluso conscientes -y pedimos perdón por ellos y por los que hacemos sin darnos cuenta-.

Pero, de nuevo, quedarnos sólo aquí, en “lo que hay” es no ver la realidad completa. Y nuestra realidad, afortunadamente, es mucho más de “lo que hay” o de “lo que se ve”. Es también nuestro lema, por ejemplo, y nuestro compromiso, desde el origen, de vencer el mal con el bien.

El mal no sólo está presente en la historia desde el Paraíso. Lo peor es que el mal nos hace malos porque desde entonces tenemos una inveterada tendencia a querer vencer el mal con el mal. Desde los tiempos más antiguos hemos descargado el mal sobre víctimas inocentes, creyendo que eso podría purificarnos. Pero como enseña muy bien Barahona -y Girard-, tal método sólo garantiza el desencadenamiento de una espiral sin sentido de odio, destrucción, dominación y mentira.

Sólo con la frágil Antígona -una mujer y en un mito- y con Sócrates -un sabio que por obedecer a un oráculo desconfiaba de sí mismo-, empezamos a sospechar que quizás era mejor sufrir la injusticia que cometerla. Pero fue únicamente cuando todo un Dios se dejó devorar hasta el último trozo de su vida por el mal concentrado de la Historia sin devolver el golpe, cuando comenzamos a comprender -y a aceptar- que el mal sólo puede vencerse con el bien, el sufrimiento con amor, la muerte dando la vida.

Tal paradoja y tal escándalo nos sigue estremeciendo. Pero desde Getsemaní hemos constatado que la fórmula funciona y que, en los extraños momentos en que la hemos aplicado, ha transfigurado el mundo. Por eso, nuestro lema marca el profundo sentido de nuestra misión: vencer el mal con el bien. El mal de la ignorancia con el bien de la verdad; el mal del nihilismo con el bien de la esperanza; el mal del odio y la indiferencia y del egoísmo con el bien de la caridad. Ese cambio de mente, esa metanoia, esa conversión, es lo que, en el fondo, está en la base de nuestro esfuerzo por la formación integral, por la síntesis de saberes, es nuestro mejor servicio al bien común, y es la verdad que buscamos y en la que queremos vivir.

Vencer el mal con el bien nos hace así descubrir el sentido último de nuestro aparente aislamiento y también nos hace superar la aparente desproporción que constatamos entre nuestras breves fuerzas y el ingente mal del mundo, porque descubrimos que el bien siempre es más grande, más definitivo, porque ES, y tiene rostro, un nombre propio sobre todo nombre (cf. Flp 2: 9) una mirada de fuego y una voz como el estruendo de muchas aguas (cf.Ap 1: 14-15). Ese Bien con el que debemos vencer el mal es el Señor de la Historia, y ya lo ha vencido porque es el Único que puede vencerlo. Y por eso, sólo si nos da su gracia, recogerá también a su debido tiempo -como esperamos- el fruto ya granado y maduro de lo que hoy son apenas tiernos brotes de nuestra pobre higuera. Soli Ipsi Laus. Dixi.

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1 Cf. Centro Universitario Francisco de Vitoria, Liber annualis primus. Memoria del Año de la Fundación del Centro Universitario Francisco de Vitoria. CUFV, Madrid 1996, 29. El título de la Prima Lectio Cursus fue: “Consecuencias de un nuevo centro de enseñanzas universitarias de Ciencias Sociales -reflexión a la luz de la historia contemporánea de España-“. Ib. 35-50.

2 “Al ver ese latir de la verdad, el ser y el actuar en cada ciencia, descubrimos que la búsqueda alcanza a la pregunta por el sentido. La cuestión del sentido se puede expresar así: ¿merece la pena esto que aprendo o enseño? ¿Qué relación tiene con la vida que me importa? ¿Por qué lo hago? ¿Para qué todo lo que yo hago o aprendo? En el corazón de todo profesor y alumno que forman la comunidad universitaria late una necesidad de sentido de su quehacer universitario. Debe procurar que el profesor despierte la humanidad del alumno, explicando esta búsqueda de sentido. Es así como la asignatura es, en el fondo, el alumno mismo, pues mientras el profesor transmite unos conocimientos y fomenta unas competencias, entra en juego la vida misma del alumno, y el profesor se convierte en algo más que un transmisor de ideas o de técnicas. en la cuestión del sentido, penúltimo o último, se da un aprendizaje como experiencia. Y aquí también la Filosofía y la Teología aportan una palabra significativa”. Lacalle, M., En busca de la unidad del saber. Una propuesta para renovar las disciplinas universitarias. UFV, Madrid 2018, 35.

3 Cf. Lacalle, M., En busca de la unidad del saber. Una propuesta para renovar las disciplinas universitarias. UFV, Madrid 2018, 28-37.

4 Cf. Kreeft, P., The Platonic Tradition, I.: https://www.youtube.com/watch?v=RxFe9FYlbtg (consultado el 28 de septiembre de 2018).

5 “[…] For the Sun is not lord but a servant / Of the secret sun we have seen: / The sun of the crypt and the cavern, / The crown of a secret queen: / Where things are not what they seem / But what they mean”. Chesterton, G.K., Ubi Ecclesia (vv. 23-28). Chesterton, G.K., Collected Works, vol. X: Collected Poetry, part I. Ignatius, San Francisco 1994, 258.

6 Cf. Verdejo, J.A., Avance de la memoria del curso 2017-2018 en el acto solemne de inauguración. Vid. et. Liber annualis primus, o.c., 65 ss.

7 Cf. Shakespeare, W., The Life of Henry The Fifth. Act IV, Scene 3, v. 62. En: Shakespeare, W., The Complete Works.

Edited by Jonathan Bate and Eric Rasmussen. Macmillan, Houndmills 2007, 1077.

8 Cf. Huxley, A., Brave New World. Harper, 2006; Orwell, G., 1984. Berkley, 1983.

9 Cf. Dias, I., Address at the Lambeth Conference. 22 july 2008. http://www.vatican.va/roman_curia/

pontifical_councils/chrstuni/angl-comm-docs/rc_pc_chrstuni_doc_20080730_dias-lambeth_en.html (consultado el 28 de septiembre de 2018).

10 Cf. Quevedo, F. de, Soneto desde la Torre. En: Poesía varia. Edición de James O. Crosby, Cátedra, Madrid 2000, 52. Lewis, C.S., Oxford. En: Gutiérrez Carreras, P., Abradelo de Usera, M.I., Armada Manrique, I., De leones y de hombres: Estudios sobre C.S. Lewis. CEU, Madrid 2014, 24.

11 Cf. Berdiáyev, N., Un Nouveau Moyen Âge : Réflexions sur les déstinées de la Russie et de l’Europe. 1924; versión española de José Renom: Una nueva edad media. Reflexiones acerca de los destinos de Rusia y de Europa. Apolo, Barcelona 1938.

12 Cf. Dawson, Ch., The Making of Europe: An Introduction of the History of European Unity. Sheed and Ward, London 1932.

13 Cf. MacIntyre, A., After Virtue. University of Notre Dame Press, Indiana 1984; versión castellana de Amelia Valcárcel: Tras la virtud. Crítica, Barcelona 2004.

14 Cf. Dreher, R., The Benedict Option. A Strategy for Christians in a Post-Christian Nation. Penguin Random House, New York 2017.

15 Cf. Hadjadj, F., Puisque tout est en voie de destruction (Réflexions sur la fin de la culture et de la modernité). Le Passeur Éditeur, 2014; versión de Sebastián Montiel: Puesto que todo está en vías de destrucción. Reflexiones sobre el fin de la cultura y de la modernidad). Nuevoinicio, Granada 2016.

16 Cf. Scruton, R., Culture Counts: Faith and Feeling in a World Besieged. Encounter Books, New York 2007. Vid. et.

The Uses of Pessimism: And the Danger of False Hope. Oxford University Press, 2010.

17 Cf. Ratzinger, J., L’Europa nella crisi delle culture. Conferencia en el monasterio de Subiaco, 1 de abril de 2005. En: http://magisterobenedettoxvi.blogspot.com/2008/02/leuropa-nella-crisi-delle-culture.html

18 Cf. Rupnik, M.I., La belleza, luogo della conoscenza integrale. En: Universidad Francisco de Vitoria, Una belleza para el encuentro. UFV, Madrid 2013, 29 ss.

19 “Se non ci siamo anche noi, quelli ti combinano la repubblica. Se vogliamo che tutto rimanga come è, bisogna che tutto cambi”. Tommassi di Lampedusa, G., Il Gattopardo. En: Opere. Introduzione e premesse di Gioacchino Lanza Tomasi; I racconti, Letteratura inglese, Letteratura francese a cura di Nicoletta Polo. Mondadori, Milano 1995, 39.

20 Cf. Lewis, C.S., The Discarded Image. An Introduction to Medieval and Renaissance Literature. Cambridge University Press, 2009. Dilthey, W., Einleitung in die Geisteswissenschaften. Holziger, Berlin 2017.

21 Cf. San Agustín, Sermones 15 A (22 de septiembre 410), 113 A (25 de septiembre 410), 81 (entre el año 410 y el 411), 296 (junio 411), 105 (también el año 411). Se pueden encontrar editados y traducidos por Pío de Luis, en la edición bilingüe de la BAC, Madrid 1983, vols. X y XXV. Y también en la siguiente dirección de internet: http://www.augustinus.it/spagnolo/index.htm (consultada el 28 de septiembre de 2018).

22 San Agustín, Sermo 80. https://www.augustinus.it/latino/discorsi/discorso_107_testo.htm

23 San Agustín, Sermo 81, 9. Versión de Pío de Luis. http://www.augustinus.it/spagnolo/discorsi/index2.htm (consultado el 28 de septiembre).

24 Cf. Benedicto XVI, Encuentro con el mundo de la cultura en el Colegio de los Bernardinos, París, 12 de septiembre de 2008. http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/speeches/2008/september/documents/ hf_ben-xvi_spe_20080912_parigi-cultura.html (consultado el 28 de septiembre de 2018).

25 Cf. Ratzinger, J. y Pera, M., Senza radici. Europa, relativismo, cristianesimo, islam. Mondadori, Milano 2004. Versión castellana de Pablo Largo y Bernardo Moreno. Sin raíces: Europa, relativismo, cristianismo, islam. Península, Barcelona 2006, 97: “No sabemos cómo irán las cosas en el futuro en Europa. La Carta de los Derechos fundamentales puede ser un primer paso, un signo de que Europa busca de nuevo de manera consciente su alma. En esto hay que dar la razón a Toynbee, en que el destino de una sociedad depende siempre de minorías creativas. Los cristianos creyentes deberían considerarse como una de estas minorías creativas y contribuir a que Europa recobre de nuevo lo mejor de su herencia y esté así al servicio de la humanidad entera”.

26 “[…] creo que aquí incurrimos en la así llamada falacia de división. La realidad de la sociedad es hoy compleja, y muy compleja. Pero está formada por individuos cada uno de los cuales, con perdón, somos bastante simples. Es decir, el ‘cuerpo a cuerpo’ es mucho más fructífero que el ‘masa a masa’. Por eso no deberíamos desanimarnos, sino darnos cuenta de la importancia que tiene la figura del maestro. Ser auténticos testigos de esto. Y no estante un contenido meramente intelectual sino algo encarnado en la forma de vivir y exponer aquello que queremos mostrar”. Domínguez, P., Comentario en el coloquio de las Conversaciones universitarias sobre la identidad de la universidad católica del siglo XXI. En: Universidad Francisco de Vitoria, Universidad católica: ¿Nostalgia, mimetismo o nuevo humanismo? UFV, Madrid 2009, 131.

27 “Modernus, en latín, significa ‘reciente’. Ése es el aspecto negativo de la modernidad: el de la ruptura con los Antiguos, con la tradición de otro tiempo. El problema es que, al limitarse al culto a lo reciente, la modernidad se mutila sin remedio y se reduce a la moda. La moda, en su novedad, no deja de ser caduca. Porque la moda pasa de moda. Lo que ayer estaba de moda hoy ha pasado de moda. A decir verdad, en la moda no hay nada absolutamente nuevo. La novedad absoluta permanece siempre nueva. Es una fuente que mana siempre y nos deslumbra. Por el contrario, la moda es el culto a lo que pasará de moda y, por consiguiente, a lo anticuado, a lo retro, de un retro que, además, puede volver a ponerse de moda, como el pantalón acampanado”. Hadjadj, F., Puisque tout est en voie de destruction (Réflexions sur la fin de la culture et de la modernité). Le Passeur Éditeur, 2014; versión de Sebastián Montiel: Puesto que todo está en vías de destrucción. Reflexiones sobre el fin de la cultura y de la modernidad). Nuevoinicio, Granada 2016, 103-104.

28 “La modernidad de la época de Péguy seguía teniendo ambiciones humanistas. Todo eso se ha terminado. El siglo transcurrido entre la época de Péguy y la nuestra ha establecido las bases para una salida completa del humanismo. La novedad es nuestra conciencia de la finitud, no ya individual, sino colectiva, de la raza humana. El siglo XX, con Kolymá, Auschwitz y Hiroshima (empleo nombres propios porque, a este respecto, los nombres comunes son insuficientes para designar esos acontecimientos), fue a la vez el tiempo de la apoteosis y, después, de la muerte de las ideologías del progreso. ¿Por qué? Porque el progresismo estuvo en el poder y, en lugar de hacer una sociedad más justa, produjo la trituradora totalitaria y la centrifugadora liberal. Por eso, como dijo Rimbaud en Una temporada en el infierno: ‘¿Para qué un mundo moderno si se inventan venenos como ésos?’. Añadamos a estas catástrofes el darwinismo, que nos explica que la humanidad es solamente una chapuza adaptativa debida al azar y a la competencia, y se nos hará muy difícil creer en el porvenir, en la historia yen la posteridad”. Hadjadj, F., Puisque tout est en voie de destruction (Réflexions sur la fin de la culture et de la modernité). Le Passeur Éditeur, 2014; versión de Sebastián Montiel: Puesto que todo está en vías de destrucción. Reflexiones sobre el fin de la cultura y de la modernidad). Nuevoinicio, Granada 2016, 80.

29 Cf. Ricoeur, P., De l’interprétation. Essai sur Sigmund Freud. Seuil, Paris 1965.

30 Cf. Bloom, H., The Western Canon: The Books and School of the Ages. Hartcourt-Brace, New York 1994. Versión castellana de D. Alou: El canon occidental. Anagrama, Barcelona 1995.

31 Cf. Dante, La Divina Comedia. Paradiso, XXXIII, 145. En: Obras completas. Versión de Nicolás González Ruiz sobre la interpretación literal de Giovanni M. Bertini. BAC, Madrid 2002, 534.

32 Cf. Francisco, Exhortación apostólica Gaudete et exultate, sobre el llamado a la santidad en el mundo actual. 19 de marzo de 2018. Especialmente los números 19-24. http://w2.vatican.va/content/francesco/es/apost_exhortations/ documents/papa-francesco_esortazione-ap_20180319_gaudete-et-exsultate.html

33 “‘Vence el mal con el bien’ es una intensa llamada que sintetiza nuestro Ideario y expresa nuestra intención fundacional. El hombre y la mujer cristianos no pueden permanecer impasibles ante cualquier forma de mal  que aflija a los hombres. Su fuerza interior, su alegría de vivir marcan un estilo que impulsa a compartir esa gracia recibida con quien no la conoce o la vive superficialmente. No sabemos cuántas situaciones inhumanas o deshumanizadas contribuiremos a rehumanizar…; en suma, no sabemos a cuántas personas podremos reorientar hacia una vida auténtica e integral, sin reduccionismos. Pero sí sabemos que ‘el mundo se apaga y muere por falta de Cristo’ y que la verdad de Jesucristo nos hará libres y esto nos compromete y nos hace emprender este proyecto del [Centro Universitario] ‘Francisco de Vitoria’ con sus características propias; y queremos compartir esta convicción, con respeto y entusiasmo, con todo cristiano, con todo hombre y mujer de buena voluntad, que quiera ‘vencer el mal con el bien’”. Sánchez Soler, L.C., F., Discurso del Señor Delegado de la Fundación FIDES en el solemne acto de apertura del curso 1993-1994. En: Liber annualis primus, o.c., 53-54.

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