Nicole Pretell, Alumni UFV
Ayer cumplí 24 años en medio de una pandemia mundial. Acostumbrada a vivir bajo las aguas de todas sus olas -y esta es su tercera- me acomodé las gafas con las que ya me he acostumbrado a mirar todo aquello que acontece cuando la realidad se disfraza de ficción.
Era la hora de la comida cuando el telefonillo sonó. Alguien buscaba un nombre que correspondía con el mío y yo no recordaba esperar ningún paquete. Me puse la mascarilla, esperé, y cuando llamaron a la puerta, un hombre de dimensiones impactantes me tendió un ramo gigante de girasoles para después desaparecer con la misma rapidez y precisión con la que se personó.
Me quedé perpleja en medio del pasillo. Tres segundos más tarde una nota me descubrió que el gesto procedía de Paula, una queridísima amiga que ahora se encuentra en una isla paradisíaca allá por África. Me enviaba la calidez de los girasoles para salvarme del frío de Madrid. Mi flor favorita pertenece al verano.
Escribo con ellas delante. Su olor sigue inundando mi cuarto, y el calor sobrevive como un tierno incendio en mi pecho. Sus pétalos, sin embargo, han empezado a oscurecerse, y será cuestión de días que sus amarillos se sequen. Es la belleza de lo efímero.
En referencia a la efímero Muriel Barbery escribió lo siguiente: “quizá estar vivo sea esto: perseguir instantes que mueren”. Eso fue lo que el gesto de Paula me recordó: vivimos en la búsqueda constante -consciente o inconsciente- de momentos cuya belleza nos ate al presente. Momentos que abran un agujero en la farsa del tiempo y sirvan de suero emocional a aquellos nostálgicos que, como yo, a veces tenemos los ojos en la nuca.
El año pasado la nostalgia se convirtió en trending topic. Empezamos a escuchar canciones que, a falta de presente, hablaban de pasado. Es más, empezamos a escuchar canciones sin crear recuerdos en torno a ellas. En su artículo para Vanity Fair “Tan solos y tan juntos”, Javier Aznar se preguntaba dónde se fabrican hoy esos recuerdos que antaño se creaban en un viaje, en un bar, o en un “mira, te comparto mi auricular, creo que esta te puede gustar”. La industria musical de hoy es solo otro reflejo más de la enorme nostalgia que llevamos dentro.
No sé por cuánto tiempo sobrevivirá el profundo sopor de los tiempos pasados en nosotros, pero lo que sí sé, de lo que sí guardo alguna certeza, es que llega un momento en el que tu mirada se despierta. El capullo que te envolvía se desprende, quién sabe si por cansancio o destino, y empiezas a ver, a notar el cuerpo más ligero.
Para Amélie Nothomb, “la vida comienza donde empieza la mirada”. Y esa es la lección más valiosa que extraigo de este periodo tan disruptivo. Para vivir con abundancia, para encontrar la belleza que salvó a Dostoievski, la mirada ha de rendirse a la absoluta belleza de todas las cosas vivas.
El valor de lo efímero se convierte en el valor de lo que está vivo, lo que palpita y espera, paciente, mientras nos recogemos en el refugio de nuestros pensamientos. Al igual que el sol que baña nuestras paredes cada mañana nos reconforta, nuestro día se transforma cuando nos animamos a abrir las ventanas de nuestro refugio. Es el poder de vivir de puertas -o ventanas- para afuera.
Nadie permanece a salvo en su individualidad cuando contempla, porque el vivir conectado con la realidad te conmueve, te interpela.
Esa es mi lucha diaria, mi manera de dotar, o, mejor dicho, de ser capaz de percibir, el sentido de mis días en un mundo que cada vez se tacha más de absurdo. “Si yo hubiera sabido todo lo que iba a pasar habría hecho las cosas de otra manera. Trabajar, cocinar, leer… No sé para qué nos esforzamos tanto si nada tiene sentido, si todo es tan absurdo”. He escuchado y leído muchos comentarios así, pero ahí, junto a todo este tsunami de sinsentido, encuentro mi trinchera junto a aquellos que hemos aceptado y acogido que nuestros actos, y más los que nacen del amor, representan un fin en sí mismo.
Lo efímero deja de doler, pues, tal y como dice Christian Bobin: “cada mañana tengo una cita con la belleza del mundo”. Y nos espera con los brazos abiertos: en el calor de un abrazo, en unos niños jugando en el parque, en la satisfacción del trabajo bien hecho, en un encuentro inesperado, en un pájaro creando su nido, o en los triunfos de tus amigos. Bendita amistad.
Esa es la belleza en la que creo. La belleza que me salva.
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Ayer cumplí 24 años, y el amor de mis seres queridos me conmovió. Los girasoles, expectantes, esperan con sosiego a que termine de escribir para que les cambie el agua. Mientras tanto escucho una canción que dice lo siguiente:
«Y así fuimos inventando una nueva manera de imaginar
Que para ver el cielo hay que hundirse en la tierra
Y no hay más suelo que el que ahora nos aferra”.
Ser árbol. Nacho Vegas.