¿Tus ganas ganan?

En estos días de vacaciones y estudio, en los que probablemente andarás preparando los finales de las cuatrimestrales y los parciales de las anuales (o tal vez corrigiéndolos), han muerto Benedicto XVI y Elena Huelva. Dependiendo no solo de tu edad (aunque sobre todo de ella), habría que explicar aquí a cada cuál quién es quién. 

A pesar de sus evidentes peligros, Google puede darnos una respuesta rápida, así que, por el momento, nos basta con decir que se trata del Papa emérito, que ha fallecido tras una vida fecunda a los 95 años, y de una joven a la que millones de personas han seguido en sus redes sociales, que ha fallecido a los 20 años, de cáncer, tras dar un testimonio de ejemplar humanidad. Elena acompañaba siempre sus mensajes en redes del hashtag #misganasganan y, ahora que pareciera evidente que las ganas de Elena no han ganado, me gustaría que nos interpeláramos juntos sobre estas cosas que nos dicen, de que todo va a ir bien, de que si quieres, puedes, y de que lo importante es ser felices, resilientes y empoderadas. Permitidme hacerlo, con vosotros, en tres niveles:  el del yo, el del otro, ¿y el del Otro?

El del yo 

Si nos quedamos en el del yo, cerrado sobre sí mismo, pareciera evidente que Elena ha sido derrotada. Sus ganas nos han removido, la hemos acompañado diciéndole cosas verdaderamente hermosas, la hemos animado y le hemos agradecido su conmovedor esfuerzo, pero, como escribía Miguel Hernández, un manotazo duro, un golpe helado, un hachazo invisible y homicida, un empujón brutal la ha derribado.  Desde esta perspectiva, al Papa Benedicto no le habría ido mucho mejor. Clamó contra el mal, que hace mucho ruido, y trató de vencerlo con el Bien, pero, aparentemente agotado y derribado, se retiró a la soledad sonora de un monasterio, durante los últimos diez años de su vida. Me diréis alguno que ya hubiérais querido 95 años para Elena (yo también los hubiera querido), pero esa pregunta nos encierra en un bucle: el de entendernos solo y exclusivamente por el paso y el peso de los años. Si solo somos piel y huesos, que han de estercolar la tierra, la obsesión por la salud, por una cierta vigorexia existencial, y por vivir solo más y más años, estaría plenamente justificada.

El del otro

El segundo nivel es el de una humanidad que se abre al otro, y que justificaría todos nuestros esfuerzos para pervivir en la memoria de los que quedan. Este sucedáneo de espiritualidad, tan de moda en nuestros días, repite que no moriremos del todo mientras haya un ser humano que nos recuerde.  Aquí, a pesar del vértigo y del impacto de los trending topic, parece que ambos pueden aplazar la derrota un tiempo. Elena, tal vez menos (así es la tiranía de nuestra era frágil, que encumbra tan rápido como olvida) y Benedicto tal vez más, pues todo indica que estamos ante un gigante del pensamiento, no solo de la Teología, cuyo legado se agrandará con el paso del tiempo. Pero a los efectos de la memoria quebradiza, volvemos a una conclusión similar a la anterior: todo pasa y nada queda. 

Hay memoria, sí, pero hay en lo que pervive también entendimiento y voluntad. Rastread, por ejemplo, las historias de María Ratzinger y de Emi Huelva, las hermanas de Benedicto y de Elena, y la importancia que tuvieron en sus vidas. Son el ejemplo de que los otros no son el infierno, sino que pueden ser auténticos ángeles, imprescindibles para anticipar el Cielo aquí en la Tierra. 

El del Otro

De su mano nos hacemos las preguntas en este tercer nivel: ¿hay otros que transparentan al Otro y que son verdaderos jinetes en la hora oscura? ¿Vidas ocultas, no siempre triunfantes, cuyo esfuerzo apunta a cimas más altas? Ratzinger-Benedicto XVI se pregunta de esta manera tan brutal en su libro “Jesús de Nazaret”: ¿qué nos ha traído este Jesús (¿este fracasado?) si no ha conseguido la paz del mundo, si estamos lejos del anhelado bienestar para todos? Nos ha traído a Dios. Lo que sucede es que, a nosotros, humanos de mirada a veces estrecha, y de corazón a veces demasiado duro, esto nos parece poco. A Benedicto no se lo parecía. A Elena tampoco. Por eso se despidió, en redes –como Dios manda ahora- con unas letras blancas, impresas en un fondo negrísimo, de noche oscura. Solo decía “Os quiero”. Nada más y nada menos. Las últimas palabras de Benedicto XVI fueron “Jesús, te amo”. Elena también sabía que hay perder para ganar, que con el imprescindible esfuerzo humano, por heroico que sea, no garantizamos nada. Y que, así las cosas, es inteligente no quedarse ensimisados en sí mismos, que nos conviene abrirnos al otro, ¿y al Otro? y reconocer –oh paradoja- que es dando como se recibe, renunciando como se alcanza, y perdiendo (a los ojos del mundo) como nuestras ganas verdaderamente ganan

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