Rocío Solís

Cada día arranco mi furgo y cada día me doy cuenta de que a pesar de las amenazas sigue sucia y llena de papelitos que los niños han desperdigado como migas para volver a casa. Cada día esa furgo me lleva a través de una carretera de curvas, que cojo porque es más bonita que la autopista, a mi lugar de trabajo, y cada día lo encuentro disponible para que lo asuma, para que haga cosas, para que labore, para que las cosas sucedan. Cada día hay personas que me esperan y que a mí me parece que se alegran de que esté, yo desde luego mucho de que ellas permanezcan. Cada día empiezo el día suplicando, junto a otros, que el Misterio de la vida no decaiga, y luego me tomo un café con un buen compañero de ese viaje. Cada día veo esto y me pregunto por qué ese árbol no se tuerce y por qué el Cielo no cae sobre nosotros. 

Y muchos días escucho voces que enseñan detrás de esos cristales a un puñado de alumnos que sentados lo esperan todo de la vida aunque ellos no lo sepan. Cada día pido no dejar de esperarlo yo tampoco. Cada día, un rato al menos, me quedo mirando esas nubes, u otras, ya me entienden, y por un momento siento que son ellas las que me vigilan. ¿Cambiaré yo tan rápido como ellas? ¿Pasaré yo tan rápido como ellas pasan? ¿Alguien jugará a interpretarme a mí y darme forma? Cada día, dice Google, que respiro 23.000 veces, ¡y yo sin enterarme! Y las mismas veces, ¡qué armonía!, son las que parpadeo. Y mientras, hago otras cosas, porque estas, las que hace mi cuerpo, es como si no las hiciera yo, no tengo que preocuparme. Cada día hay una conversación que no esperaba, una confidencia que no me he ganado, un agradecimiento que sé que no me corresponde, quizá también algún disgusto que me despierta y no me permite abstraerme. Cada día, cada día…. Solo pido estar atenta.

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