Icono del sitio INSTITUTO JOHN HENRY NEWMAN

El papa de la esperanza

Isidro Catela Marcos
Profesor de humanidades de la Universidad Francisco de Vitoria

La puerta oscura del futuro ha sido abierta de par en par. He aquí el atisbo de una esperanza fiable, una luz antes, durante y después del túnel con la que, candil en mano, uno se encarama a la vida de Joseph Ratzinger, con el temblor y el agradecimiento de quien se sabe alzado en hombros de un gigante. En la hora de su muerte resuena el pórtico de una de sus encíclicas: Spe salvi, en esperanza fuimos salvados, también para afrontar nuestro presente, aunque sea un presente fatigoso, sabedores -con la claridad que él transparentaba- de que el presente recio se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de que esa meta es tan grande que justifica el esfuerzo del camino.

Es evocador fijarse en las particularidades de los tres últimos pontificados: Fe, Esperanza y Caridad. En continuidad, sin compartimentos estancos, pero con los acentos marcados. Ya en 1984, Ratzinger escribe un enjundioso artículo titulado “Sobre la esperanza”. La mencionada encíclica. El popular “Informe sobre la esperanza”. Y tantos otros textos, que jalonan una vida fecunda, una vida esperanzada que apunta, con fundamento, a los anhelos más profundos del hombre, más allá de la muerte. Escribe en Deus caritas est: “fe, esperanza y caridad están unidas. La esperanza se relaciona prácticamente con la virtud de la paciencia, que no desfallece ni siquiera ante el fracaso aparente, y con la humildad, que reconoce el misterio de Dios y se fía de Él incluso en la oscuridad”. Algún día comprenderemos – responde a una niña japonesa en una entrevista de 2011 en la RAI – que el sufrimiento no ha sido en vano, que hay un proyecto bueno detrás de tanto dolor. Mal metafísico, físico y moral. Esperanza con mayúscula, siempre clara en su palabra y vida.

No corren, sin embargo, buenos tiempos para la lírica de la esperanza. Como apunta su periodista de cabecera y biógrafo, Peter Seewald, en el prólogo de su voluminoso y espléndido retrato “Una vida”, el mundo está profundamente dividido cuando se trata de entender y encuadrar a Benedicto XVI. Por un lado, se le considera uno de los pensadores más agudos de nuestra época, pero al mismo tiempo es una figura controvertida, un inconformista que saca a sus adversarios de sus casillas. En cuanto se habla de Ratzinger, como señala el filósofo francés Bernard-Henri Lévy, los prejuicios, la insinceridad, incluso la palmaria desinformación dominan cualquier debate. Basta un googleo ad hoc para pintarle con trazo grueso y hablar de joven teólogo progresista reconvertido en “cardenal de hierro”, martillo de herejes y férreo guardián de la doctrina (como si eso fuera un pecado), al que no le falta ni un pasado en las juventudes hitlerianas, ni una surrealista leyenda negra según la cual ya firmaba como Benedicto XVI antes de serlo, ni una abocetada grosería que le señala como encubridor de abusos y abusadores, ni la trilera versión de la Wikipedia que, a día de hoy, como homenaje a la posverdad, afirma que fascinado a los 5 años por las vestimentas de un cardenal, supo y “anunció más tarde que quería llegar a ese cargo”.
Sin embargo, la verdad, que ciertamente padece sin perecer, se ha ido abriendo caminos.

Cooperador de la verdad

Un humilde trabajador de la viña del Señor, como se presentó en el balcón de san Pedro, el 19 de abril de 2005, tras ser elegido papa en uno de los cónclaves más breves de la historia. Un cooperador de la verdad, como reza su lema episcopal. A buen seguro veremos cómo el esplendor de las otras verdades pequeñas nos conmueven aún más con el paso del tiempo y cómo, si Dios quiere, su magisterio y doctrina eminente entran por la puerta grande del doctorado de la Iglesia.
Hagamos con él, y con sus propias palabras y hechos, un viaje inverso, desde su “dies natalis”, la puerta abierta de par en par de la que hablaba, que no puede ser sino un esbozo. No cabe toda el agua del mar en un hoyo.

 

La última etapa de su vida

Su etapa final en esta tierra, como nos dijo poco después de su histórica renuncia, comenzó a las ocho de la tarde del 28 de febrero de 2013. Benedicto XVI se escondía a los ojos del mundo y se subía a su particular monte Tabor: “el Señor me llama a dedicarme aún más a la oración y a la meditación, pero eso no significa que vaya a abandonar a la Iglesia. Al contrario, si Dios me pide esto es porque podré continuar sirviendo con las mismas condiciones y el mismo amor con el que lo he hecho hasta ahora, pero de un modo más adecuado a mi edad y fuerzas”. Un corazón tan agustiniano como el suyo, sabía que “únicamente sabe vivir bien quien sabe rezar”. Desde entonces sus apariciones en público o las declaraciones que de él hemos conocido han sido muy pocas. Las suficientes para decirnos en varias ocasiones que su “amistad personal con el papa Francisco no solo ha perdurado hasta el final, sino que se ha ido haciendo cada vez más profunda”. Solo desde la ignorancia o la intención inconfesada puede alguien decir sin avergonzarse que, como papa emérito, ha sido un papa en la sombra, un papa alternativo, o incluso, como algunos han escrito con descaro, “un antipapa”.
Antes de la renuncia, protagonizó un papado vertiginoso de tan solo ocho años, en el que, con los dones de la palabra y la humildad, Benedicto XVI fue siempre directo a lo que de verdad importa: “mi impulso esencial ha sido sacar a la luz el auténtico núcleo de la fe, oculto bajo las incrustaciones, a fin de devolverle su fuerza y dinamismo. Tal impulso es la constante de mi vida”. Esa fe que desgrana con el arte mayéutico de la pregunta, como cuando en “Jesús de Nazaret” nos espeta a bocajarro: ¿qué nos ha traído Jesús de Nazaret si basta echar un vistazo a nuestro alrededor para darnos cuenta de que la guerra y la pobreza siguen vivas? ¿Qué nos ha traído si pareciera a todas luces que el nuestro no es mundo mejor? Nos ha traído a Dios. Lo que sucede es que, en muchas ocasiones, eso a nosotros nos parece poco. Palabras mayores. Directas al corazón y a la conciencia.

Su legado: un constante diálogo entre fe y razón

Además de la mencionada “Spe Salvi” (2007), escribió otras dos encíclicas “Deus caritas est” (2005) y “Cáritas in veritate” (2009). Cuesta trazar un fino y corto hilo conductor en sus años de pontificado, pero esa mirada a lo esencial, tan despojada de abalorios, nos permite recorrer con él su pasión por una fe viva, en diálogo con la razón. No se puede comprender bien a Benedicto XVI si ignoramos su propuesta de razón abierta, que se encuentra con una fe razonada y razonable; una apuesta valiente por una laicidad positiva, resultado de una razón y de una fe adultas. “La auténtica laicidad no es prescindir de la dimensión espiritual, sino reconocer que precisamente esta, radicalmente, es garante de nuestra libertad y de la autonomía de las realidades terrenas, gracias a los dictados de la Sabiduría creadora que la conciencia humana sabe acoger y realizar” – nos recordaba en su viaje a Francia, en 2008. Ese fue, al fin y al cabo, el nudo gordiano del famoso discurso de Ratisbona, del que muchos probablemente solo recordarán la hojarasca de la polémica interesada, pero que ponía sobre la mesa, nada más y nada menos, que la necesidad de interrogarse sobre Dios por medio de la razón. En aquel viaje a su Baviera natal, Benedicto XVI dialogó a corazón abierto, y desde la fe cristiana, con nuestro Occidente secularizado, que a menudo ha expulsado la pregunta religiosa de su horizonte. Y al mismo tiempo, por si ya la tarea no fuera lo suficientemente ardua, abrió el diálogo al mundo musulmán para interpelarnos a todos por la necesidad de ensanchar la razón y de liberar también a la fe de la patología de la irracionalidad.
Enormes fueron también sus frecuentes intervenciones sobre la llamada dictadura del relativismo, sobre un mundo que vive como si Dios no existiera, o sobre la necesidad de ahondar en los fundamentos prepolíticos del Estado de Derecho. Aquí queda enmarcado para la historia, su discurso ante el Parlamento alemán, del que consiguió un aplauso unánime, un 22 de septiembre de 2011: “la cultura de Europa nació del encuentro entre Jerusalén, Atenas y Roma; del encuentro entre la fe en el Dios de Israel, la razón filosófica de los griegos y el pensamiento jurídico de Roma. Este triple encuentro configura la íntima identidad de Europa. Con la certeza de la responsabilidad del hombre ante Dios y reconociendo la dignidad inviolable del hombre, de cada hombre, este encuentro ha fijado los criterios del derecho; defenderlos es nuestro deber en este momento histórico”.

Supo decir una palabra justa, también cuando no se la dejaron pronunciar, como sucedió en la Universidad de La Sapienza, en Roma (2008): “si la razón, celosa de su presunta pureza, se hace sorda al gran mensaje que le viene de la fe cristiana y de su sabiduría, se seca como un árbol cuyas raíces no reciben ya las aguas que le dan vida. Pierde la valentía por la verdad y así no se hace más grande, sino más pequeña. Eso, aplicado a nuestra cultura europea, significa: si quiere sólo construirse a sí misma sobre la base del círculo de sus propias argumentaciones y de lo que en el momento la convence, y, preocupada por su laicidad, se aleja de las raíces de las que vive, entonces ya no se hace más razonable y más pura, sino que se descompone y se fragmenta. ¿Qué tiene que hacer o qué tiene que decir el Papa en la universidad? Seguramente no debe tratar de imponer a otros de modo autoritario la fe, que sólo puede ser donada en libertad”.
Supo sostenerse y sostenernos en medio de vendavales mayores como en el escándalo de los abusos contra menores. Su meditación en el vía crucis de marzo de 2005, a las puertas de ser elegido papa, aún nos causan conmoción: “¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar entregados al Redentor! ¡Cuánta soberbia”. Era entonces todavía Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (1981-2005). Muchos tenemos guardada en la memoria esa imagen de sabio humilde y discreto que, cartera negra en mano, iba de su apartamento a los despachos vaticanos o comía frugal en un restaurante del Borgo, que todavía hoy jalona sus paredes con sus fotos, y en el que la mamma le preparaba un delicioso apfelstrudel, un postre tradicional de la cocina austriaca y del sur de Alemania.

Una vida diciendo «sí»

Era culto, hablaba con gran facilidad más de diez idiomas, gran conversador, melómano, amante especialmente del piano y de Mozart, pasión que compartía con su adorado hermano Georg (sólo a un guionista burdo como el de la película “Los dos papas” se le puede ocurrir -para situarlo fuera del mundo – que no conocía a los Beatles) , y amante de los gatos (hasta han contado su vida en un cómic para niños, desde la inquieta y enigmática perspectiva de un felino: Joseph y Kico).
Le vimos batirse contra viento en el funeral de su querido Juan Pablo II. En la homilía trazó una biografía espiritual del papa polaco, que hablaba también – a su manera – de su propia vida y vocación. “Sígueme”, repitió para mostrarnos el itinerario existencial de san Juan Pablo II, el magno.

Su biografía, más o menos oficial, es interminable: el arzobispo de Münich, nombrado por Pablo VI en 1977; el relator del Sínodo de los obispos, en 1980, sobre la misión de la familia en el mundo contemporáneo; el perito del Concilio Vaticano II, que supo aunar tradición y modernidad, que tantas veces nos enseñó el camino de la hermenéutica de la continuidad, y no de la ruptura, para interpretar la historia que se inserta en la Historia de la Iglesia. El alumno aventajado y el maestro que hizo de la Teología una auténtica vocación. El maestro, el profesor en las Facultades más destacadas de la universidad alemana: Bonn, Munich, Tubinga y Regensburg. Nos deja como regalo una obra teológica inmensa en cantidad y calidad, que nos permite situarle entre los grandes teólogos del siglo XX, con figuras a su lado tan señeras como Rahner, De Lucbac, Congar, Von Balthasar o el mismo Guardini, de quien era evidente discípulo espiritual. 

Sus principales obras están centradas en la teología dogmátíca, aunque su riqueza y fecundidad estriban precisamente en que ha sabido abordar con particular claridad prácticamente todos los campos del pensamiento y de la vida cristiana. La Biblioteca de Autores Cristianos (BAC) emprendió hace unos años la ingente tarea editorial de sus obras completas. Si tienen que empezar por alguna, devoren “Introducción al cristianismo”: “El mundo ha sido redimido. Esta es la certeza que nos y que hace que hoy siga valiendo la pena ser cristianos.
Él no quería ser obispo, no quería ser prefecto, no quería ser papa, pero cuando se dice “sí” en la ordenación sacerdotal como expresa en “La luz del mundo”, sabe que sus planes cuentan poco y que se deja hacer en las manos del Señor. “Al final no puedo buscar para mí lo que quiero. Al final tengo que dejarme conducir”.
Todas sus pequeñas historias se anclan definitivamente en la historia de Joseph Ratzinger el día 29 de junio de 1951, cuando “el anciano arzobispo impuso sus manos sobre la mías, un pajarillo -tal vez una alondra- se elevó desde el altar mayor y entonó un canto alegre; para mí fue como si una voz del Cielo me dijese va bien así, estás en el camino justo”.

Su infancia, y sobre todo su adolescencia, están marcadas por el dolor y el sacrificio que impuso el III Reich y el nacionalsocialismo. El joven Joseph tuvo que abandonar el seminario. Hitler le obligó, como a tantos otros, a alistarse para defender su país y le tocó trabajar en las defensas antiaéreas y en la construcción de trincheras. Luego desertó, y regresó a Freising, junto a su hermano, para poner en pie las paredes del seminario, ayudar en las tareas de limpieza y reconstrucción y volver a retomar los estudios.
Llegamos al final, o sea al principio. El pequeño Joseph nació en Marktl, un pequeño pueblo bávaro de apenas tres mil habitantes. Eran las cuatro y cuarto de la madrugada del 16 de abril de 1927. Era sábado santo. No es broma: sus adorados padres se llamaban María y José. Formaban una familia pobre, en el sentido literal de la palabra. Ratzinger contó en varias ocasiones la vida austera que llevaban y la escuela de vida que supuso para él el enorme esfuerzo que tuvieron que hacer sus padres para que los hijos pudieran estudiar. Tuvo dos hermanos, el mencionado George, sacerdote, fallecido en 2020, y su hermana mayor, María (1921-1991). Fue bautizado el mismo día de su nacimiento con el agua bendita de la Pascua de Resurrección. Qué fácil y, sin embargo a veces qué oculta a nuestros ojos, la propia historia a la luz del “hecho extraordinario”, que diría Manuel García Morente.

Mis encuentros con Benedicto XVI

Pude estar con el Papa de la Esperanza en cuatro ocasiones. En sus tres viajes, como pontífice, a España (Valencia, 2006; Santiago y Barcelona, 2010; y Madrid, JMJ 2011 – ¿quién puede olvidar la tormenta de Cuatro Vientos y a aquellos dos millones de personas arrodilladas ante el Sagrario?); y una cuarta, durante una estancia de un mes en El Vaticano, como portavoz adjunto de lengua española, bajo la dirección del añorado Joaquín Navarro Valls, para ayudar en el Sínodo sobre la Eucaristía (2005). Allí tuvo la delicadeza de saludarnos uno a uno  a los cinco portavoces para las diversas lenguas, y de pedir que estuviéramos dentro, en las sesiones del mismo Sínodo, para que pudiéramos desarrollar nuestro trabajo como Dios manda. En la víspera, pude tener un par de minutos de conversación con él, en los que, con su increíble memoria, me habló con precisión de Salamanca, mi tierra natal, y me dijo que iba a rezar, especialmente, por los que, como yo, habían hecho de la comunicación una misión al servicio de la comunión en la Iglesia. Todo buen encuentro pide un reencuentro. Fue, especialmente, durante su viaje relámpago a Santiago de Compostela y Barcelona, cuya estructura informativa tuve el honor de dirigir, y también- ya entre bambalinas- en el Encuentro Mundial de las Familias, en Valencia, y en la Jornada Mundial de la Juventud, en Madrid. Desde que me reincorporé como profesor a la universiad, desde 2014 he podido seguir de cerca su vida oculta al colaborar con la Fundación vaticana Ratzinger y la puesta en marcha de los Premios Razón Abierta, al alimón con la Universidad Francisco de Vitoria. Los pocos privilegiados que han estado con él hasta el final destacan su serenidad, su dejarse hacer, confiado al máximo, ya en la extrema debilidad, en Aquél hacia quien se encamina, para encontrar descanso, todo corazón inquieto.

Necesitamos eternidad

Verdaderamente, Joseph Ratzinger-Benedicto XVI ha vivido muchos años. ¡Qué estrechez de miras sería, sin embargo, querer encerrar una biografía -mucho más un obituario- entre dos fechas, con un paréntesis que se abre y otro que se cierra! La puerta oscura del futuro ha sido abierta de par en par, porque -como él expresó de forma muy bella en una de sus catequesis- “reducir al hombre a su dimensión horizontal, a lo que se puede percibir empíricamente, hace que la vida misma pierda su sentido profundo. El hombre necesita eternidad, y para él cualquier otra esperanza es demasiado breve, es demasiado limitada. El hombre se explica sólo si existe un Amor que supera todo aislamiento, incluso el de la muerte, en una totalidad que trascienda también el espacio y el tiempo”.

Este obituario ha sido publicado previamente en El Debate y lo reproducimos aquí con permiso del autor. 

Salir de la versión móvil