Un fiocco rosa

Como cada lunes, atravesaba con brío la calle que me lleva al trabajo para empezar la semana cuando un detalle en la reja de la casa de la derecha atrajo mi atención. “Un fiocco rosa!” -pensé- y sonreí para mis adentros recordando cuando años atrás, a escasas semanas de mudarme por primera vez a Italia, devoraba ávidamente un manual de italiano con la ilusión de llegar y poner todo en práctica. Fue entre esas paginas cuando supe por primera vez del fiocco nascita, la cinta o lazo del nacimiento que se coloca en la puerta de las casas para señalar la llegada de un nuevo miembro a la familia. 

En una caja de cristal sin tapa en la que ha pasado toda su vida, flota inerte mi tortuga. No se mueve, no espera, no medita, no razona, hasta decir que se aburre sería una prosopopeya. Yo la miro y ella me mira. Si acerco la mano al bote de su comida y le enseño una de sus tirillas de pienso, una pieza que parece madera seca y maloliente, saca el cuello, lo estira y lo retuerce. Si dejo caer un poco sobre el agua se agita ansiosa, como presa de espasmos. Por lo demás, su existencia es tan monótona como quepa imaginar, solo que ella no lo sabe. No tiene sueños ni aspiraciones y tampoco prejuicios, pretextos o excusas. 

Mi vecino tiene un perro, ya os lo presenté el mes pasado. Es pequeño, esconde sus ojos entre un pelaje espeso y se mueve de un lado a otro siempre con premura, histérico sin motivo. Su dueño afirma que es muy leal. Una vez quise sacarle de sus fábulas diciéndole que un pequinés no podía ser algo así porque no tomaba decisiones libres, que simplemente era, por instinto, gregario. Me miró muy raro, yo diría que con algo de desprecio, así que lo dejé estar. El chucho tampoco tiene sueños ni ambiciones y carece, por supuesto, de prejuicios, pretextos o excusas. Perrea, y con eso ya ha echado el día, y yo conjeturo que sus horas son una tras otra tan parecidas e insulsas como dos granos de arena en medio de un desierto inmenso.

No les voy a negar que, como canta Rigoberta Bandini, hay momentos en los que casi tengo la tentación de desear ser el perro de un perro, pero por más que rehúya mi humana condición ella siempre me acompaña, pesada e insistente, recordándome a cada paso que no me basta solamente con vivir. La vida, si se entiende como el mero paso del tiempo, resulta insoportable. Un servidor, como mi vecino, como tú, siente una inevitable urgencia cotidiana por hacer con ella algo que merezca la pena, aunque he de reconocer que pocas veces con un éxito que me satisfaga.

Mi abuelo, hombre de campo con férreas costumbres, me decía de pequeño que la vida es un engaño y que hay que dejarse engañar. Nunca lo entendía entonces, pero ahora lo comprendo bien: necesitamos vivir para algo, para alguien. Mi amigo Enrique, que es un gran tipo con alma de filósofo, diría que los humanos requerimos un propósito, un para-qué. En definitiva, una esperanza.

Me encanta la esperanza. Es un gran misterio. Esa niña pequeña que se levanta todas las mañanas y nos da los buenos días (así la describe el gran Péguy). Y no solo eso. Nos dice lo que tenemos que hacer. Y aún con eso no le basta. Nos explica por qué tenemos que hacerlo. La esperanza, con su gracia infantil, nos pone las cosas en su sitio. Concreta el momento y lo llena de ilusión (ese “engaño” del que mi abuelo hablaba). Sin ella se hace difícil seguir adelante.

Haz la prueba. Mañana, al abrir los ojos, y también así pasado y al otro, dedica el primer instante a pensar para qué vives, por qué te vas a levantar, cuál es el motor de tu existencia. Te aseguro que saltarás de la cama corriendo a buscar a la pequeña esperanza, porque sin ella la circunstancia es un cementerio.

Es una extraña bendición poder decir con absoluto convencimiento que nada me basta, que todo es poco para mi corazón, que no hay horizonte tan ancho como el sentir de mis entrañas. Levantar los ojos al cielo sereno después de la jornada y sentirse pequeño ante la grandeza del universo, tapizado de luces ignotas. Solo que tales estrellas, con su descomunal tamaño y su fuego amenazante, son apenas un hilillo escapando por los pelos de la nada. No tienen sueños, ni aspiraciones, no saben de mí ni de sí, carecen de prejuicios, pretextos o excusas. Ante ellas soy un ser singular, curioso, diferente, el momento del cosmos en el que la realidad mira sus manos extendidas con asombro y alcanza a decir, estrenando el lenguaje, que hay un yo y una vida, anhelos y angustias, y que todo, el todo en el que estamos incluidos, ha de tener algún sentido.

Lo que en aquel manual descargado de internet me resultó anecdótico, se ha ido desvelando como algo mas revelador al verlo de verdad colgado en los portones. 

En un tiempo en que la vida publica y privada presenta un divorcio cada vez mayor, en la que el diseño y disposición de las nuevas construcciones nos encierran, las innumerables facilidades y prestaciones de la ciudad insisten en hacernos prescindir del vecino, y el patrón de las viviendas huele a hilera de automatismo y repetición; un «fiocco rosa» a modo de reminiscencia, rompe la ilusión de independencia, proclama que no es verdad que solos nos bastamos o aquello de que “nuestra libertad acaba donde empieza la del resto”, sino bastante antes. Parece recordar que nada es ajeno, que cualquier elección, hasta la mas personal tiene una repercusión comunitaria. 

No conozco las familias que habitan tras esas puertas, sus desvelos, aficiones o esperas. Tal vez discrepemos en las urnas, defendamos causas distintas o no nos inclinemos ante el mismo Dios. Pero esa cinta rosa anuncia que una niña ha venido al mundo, un acontecimiento demasiado íntimo y universal como para dejarnos impasibles y no suscitar una alegría desinteresada. La cinta rosa confiesa que ellos -sean quienes sean- también tienen exigencia de compartir, de narrar lo que sucede. Y que esto nos une. En su sencillez, este objeto es un canto a uno de los pocos modos de fragilidad que hoy nos resultan tolerables. Saber que tras esa puerta hay una niña que necesita, que depende del cuidado y la protección constante, activa la ternura y la compasión, despierta una sensibilidad común hacia lo humano y, así, nos pone a salvo de nosotros mismos.

El lazo habla de que, de algún modo, lo humano empieza con una madre y un padre y un hijo; que estos comienzos son una maravilla que atesoramos desde siempre. Y que así seguirá siendo, por ser siempre novedosos y singulares, ya que desde que el mundo es mundo, en cada tiempo y lugar, hay un hombre y una mujer completos, pero al mismo tiempo carentes de algo, faltos de la diferencia que solo el otro puede ofrecer. Y que también es un milagro el hecho de que esta misma insuficiencia que les lleva a encontrarse y permite una nueva vida, nunca sea inexacta, sino que se concreta en un nombre y un rostro.

 

A su vez, el lazo sugiere un reconocimiento, parece recordar que -como escribe M Ceriotti- lo que hace de un niño que viene al mundo un hijo no es que nazca, sino que alguien asuma abiertamente una responsabilidad definitiva en relación a el, dándose así una cadena de responsabilidad. Y que este vínculo basado en la responsabilidad reciproca es lo que verdaderamente genera vida, pues nos incorpora a una historia en la que respondemos a la deuda originaria que es la propia existencia.

Me gustan estos lazos porque vencen el cinismo: me recuerdan que ni la ultima queja con la que nos lamentamos, ni ese pesar aparentemente insoportable, ni todo el mal que vemos alrededor arrancan una verdad: que la vida pide ser celebrada, sin reservas. Y que esta exigencia remite a lo intrínseco de su valor. El lazo rosa habla de alguien, de un inicio absoluto que siendo ya completo, esta todavía por desplegarse. De algún modo, manifiesta – en palabras de Esquirol- “que hay algo mas sorprendente y definitivo en haber venido a la vida que en estar destinado a morir.” Que cada inicio es un misterio, que no todo es meramente producto de nuestras manos, y que ese carácter inexplicable pide también reverencia.

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