Betty o la necesidad de algo seguro

Nos asomamos a la ventana del comedor y, como cada noche, vemos a Betty, nuestra vecina de enfrente. Merilid comenta “es curioso, puede que hayas tenido un día horrible o genial, pero por la noche, ves a Betty y es como si pasara todo eso. Su presencia constante es tranquilizadora. El mundo puede estar atravesando una crisis tremenda, pero Betty sigue ahí, delante del ordenador tras la ventana».

Betty es anécdota recurrente en nuestro apartamento, su vida un objeto de hipótesis con el que nos divertimos y su costumbre nocturna e invariable metáfora de la querencia del corazón: que haya algo seguro nos consuela.

Recuerdo un tiempo en que no me hacía especial gracia el entusiasmo por abandonar un año y empezar otro. Pese al carácter principalmente ritual, esa facilidad para el despoje y el estreno me resultaba extraña, la ligereza de ese «rompe y rasga», del «borrón y cuenta nueva», motivo de inquietud.

Este último año terminó con las confesiones de un padre preocupado -y afanado- por convertirse en un hombre más santo por su hijo. Y 2023 empezó con la imagen de otro padre empujando la silla de ruedas de su hija a la salida de la iglesia. Me quedé encandilada observándoles. Aquel hombre subía incansable la rampa y la bajaba corriendo para que la velocidad provocara repetidas carcajadas en la pequeña, a la que nadie ya, siendo testigo de esta escena, hubiera podido llamar inválida pues, inválida ¿para quién? ¿ante los ojos de quién? Se trataba de una niña sin lugar a dudas feliz junto a un padre que vivía amando incondicionalmente, y por ello precisamente, la condición de su hija. Un padre cierto de no estar cometiendo ninguna heroicidad. Entre estos dos sucesos, he descansado recostada en el hombro de mi padre, que me repitió lo que -aunque ya sabido- no me canso de escuchar. Que mi felicidad es la suya y que «yo lo único que quiero es que estés bien».

Escribe Alessandro D’Avenia: «La Nochevieja es una ilusión, no lo es aquello que el corazón desea  (…) Festejar el año nuevo es un rito para custodiar el motor del corazón humano: la esperanza». Añade que la esperanza se distingue del optimismo, pues mientras que este es pasivo y genérico, la primera es activa y referida a lo concreto. «La esperanza es un gesto minúsculo que renueva, porque es un acto de confianza en la vida tal y como se presenta». Espera quien no renunciando a hacer aquello que está en su mano, hace presente el futuro.

Esperanza es la continuidad desvelada en los gestos de estos últimos días. Esperanza es un padre y su mensaje diario que pregunta «¿Cómo ha dormido mi niña?» Su atención dedicada que advierte un cambio en el tono de voz, una mueca cómplice que invita a disculpar el fallo y no llevar cuentas. El detalle inesperado de llenar las escaleras de geranios plantados con esmero y antelación para que estuvieran en flor a la llegada de su hija.

Una mirada tierna que proclama que aquello pasado por alto o descuidado, no es despreciable para él. Una insistencia sigilosa que exclama «es bueno que existas». Esperanza es recibir una palabra que no se puede poner en duda. Se tolera el cambio con un lugar al que volver en forma de brazos y manos que -aun a veces ya temblorosas- no tambaleen.

La novedad que nos deseamos en el fondo no es más que saber donde encontrar eso, de forma concreta y personal. La novedad es posible si hay respuesta a esa querencia del corazón, si existe un nombre al que retornar al final de cada día con la certeza con la que no asomamos a la ventana para ver si está Betty antes de irnos a dormir. Y que esto no sea solo una metáfora. La esperanza es un amor cierto ante el que, sin dejar el marcador a cero, somos algo más que el balance del día o nuestro frágil equilibrio entre alegrías y tropiezos. La novedad es esa fiel repetición que ofrece una confianza regenerada, brindada otra vez.

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