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Amor, verdad, libertad

Juan Serrano Vicente

Hemos asistido, desde hace algunos siglos, a la sustitución progresiva de la verdad como referente por el de libertad. Es posible apreciarlo en muchos ámbitos de la vida cotidiana y podemos poner muchos ejemplos: la vida económica ha quedado alejada de la vida personal y, consecuentemente, los actos económicos han dejado de pertenecer al ámbito de los actos humanos. La libertad de expresión es el valor fundamental a defender, por encima del respeto y el amor al otro (lo hemos podido comprobar estos últimos meses en multitud de ocasiones). Se ensalza la libertad religiosa como derecho fundamental por encima incluso de la religión misma, hasta tal punto que existe la posibilidad real de convertir en objeto de adoración la libertad religiosa misma. El denominador común de estos ejemplos no es únicamente ensalzar una libertad absoluta mediante la cual el hombre pareciera que puede salvarse a sí mismo, sino más bien la convicción profunda de que lo otro es siempre una amenaza potencial a nuestra libertad y, por tanto, a nuestra única posibilidad de alcanzar nuestra verdadera estatura.

Las personas que hemos nacido y crecido en el relato moderno de la democracia liberal somos eminentemente actores, no espectadores. No hemos aprendido nuestras líneas (y esto supone quizá una posibilidad de salvación), pero normalmente desarrollamos una coreografía casi perfecta, cuya expresión más propia bien podría ser el retorno a la tragedia, erradicada de Occidente tras la irrupción del drama cristiano. Tragedia porque escenifica precisamente una ruptura entre la verdad y la libertad, entre el hombre y el mundo. Esta relación es de oposición y no de armonía, y por tanto de dominio de una sobre la otra y no simplemente de primacía.

La expresión «la verdad os hará libres» (Jn 8, 32) fue corregida por José Luis Rodríguez Zapatero: «la libertad os hará verdaderos». Han ocurrido muchas cosas para que esta inversión de los términos se haya producido. Una de las fundamentales, quizá, podría ser la consideración de que el hombre se hace -y se salva- a sí mismo. La afirmación de uno mismo hasta el extremo conlleva la aniquilación de lo otro, y de algún modo todos hemos asumido esta dialéctica fundamental que entiende que el yo alcanza su máxima estatura eliminando la competencia. Así, la libertad del individuo afirmada hasta el extremo lleva a la negación de cualquier intromisión, sea esta la tradición, la educación, el amor o el bien. La otra posibilidad, como si no hubiera alternativa, es que la igualdad absoluta no respete la diferencia y, por tanto, aniquile al individuo y su libertad.

De los tres principios que consagra la Revolución Francesa hemos olvidado la fraternidad. La lucha, parece que cada vez más encarnizada, se juega entre dos equipos: el de la libertad y el de la fraternidad. Además es posible constatar cómo la verdad ya ni siquiera aparece como contendiente. ¿Tiene algo que decir? La importancia de esta pregunta, como siempre, no es quién lleva razón, como si la cuestión se pudiera dilucidar en un «ring» ideológico. El interés reside en la relación entre la verdad y la libertad: si una es posible sin la otra y no de quién es la primacía.

Si leemos a San Juan desde un poco antes es posible que entendamos mejor qué quiere decirnos: «Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres». Nosotros, casi automáticamente, interpretamos conocer como adquirir un conocimiento cierto por causas, científico-positivo quizá, irrefutable y completamente racional. La lógica de San Juan, sin embargo, entiende conocimiento como amor. Para el evangelista, conocer la verdad no es el fruto de una abstracción o de un experimento científico, sino el encuentro con una persona que libera. De un modo claro y sencillo, para los primeros cristianos, la libertad no es una conquista del hombre fuerte que es capaz de dominar sus pasiones y alcanzar por sus fuerzas aquello que persigue, sino simplemente acoger una propuesta de amistad que nace del encuentro con una persona.

Extrapolarlo al ámbito del conocimiento no les resultaba demasiado complicado: el conocimiento de la realidad implica una relación de amor y respeto por las cosas tal y como se muestran. Conocer no es imponer unas medidas y unos esquemas, sino re-conocer.

Esta experiencia permanece durante la Edad Media y comienza a decaer a medida que la cristiandad va disipándose. La articulación amor-conocimiento, muy clara no solo en San Juan sino también en grandes autores del medievo como San Agustín (para quien “no se ama lo que no se conoce”) o Santo Tomás, va dando paso a una relación de oposición y, por tanto, de primacía de una idea sobre la otra. ¿En qué sentido? Si la posibilidad de conocimiento se limita a aquello que podemos medir, contar y pesar y, por tanto, a lo que podemos concluir como resultado de un experimento y comprobar empíricamente, el amor no tiene que ver con la dinámica del conocimiento.

Esta fractura está profundamente relacionada con la fractura entre verdad y libertad. La enseñanza de Jesús en el cuarto Evangelio de la que parte esta reflexión no habla de una primacía de la verdad respecto de la libertad, sino de una primacía del amor, del bien y de la belleza. El conocimiento de la verdad es la relación con una persona que nace de un encuentro y se aleja de toda posibilidad de dominio y de posesión, y es precisamente por esto que libera. Conocer la verdad nos hace libres porque nos exige un respeto profundo en nuestra relación con la realidad. La libertad, además, nos hace verdaderos porque nos hace crecer y mirar de un modo nuevo la realidad, que nos es dada por amor.

La libertad es para el amor y para el bien. La libertad absoluta entendida en sentido negativo, como mera ausencia de coacción, esclaviza. No es la ausencia de coacción sino la atracción lo que permite la libertad. Es más libre el que es seducido por la belleza, el bien y la verdad. Es más libre el que no puede sino amar. Y es esclavo el que elige no amar, porque elige el mal y la muerte.

Es solo en esta clave que San Agustín puede decir “dilige et quod vis fac” (ama y haz lo que quieres). Aquí queda resumida toda la reflexión acerca de los términos y la relación entre ellos. Ama, respeta y, lo que quieres, hazlo. Sin amor no hay verdad ni libertad.

Juan Serrano Vicente es licenciado en Teología y bachiller en Filosofía por la Universidad San Damáso de Madrid, máster en Humanidades por la UFV. Es doctor en Humanidades, profesor de Formación Humanística e investigador en la UFV. Además es director académico de Becas Europa y la Escuela de Liderazgo Universitario. 

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