Echo de menos aprender de forma más ordenada, así que estas últimas semanas me he tomado la inquietud más en serio y he empezado a comparar planes de estudios.
En medio de esto, Angela me ha contado cómo había ido su día con su maestro de pintura. Hace años que terminó la Academia de Bellas Artes, no así la relación con B., que perdura en el tiempo. Fueron ver una exposición a escasos kilómetros de aquí, pero cada vez que se encuentran es como si Angela hubiera hecho un largo viaje.
«Regresando en coche hemos escuchado a Battiato en silencio. Hoy, además, B. nos ha leído un texto suyo -bellísimo- decía que si quieres enseñar a construir una barca lo que tienes que enseñar es la pasión por el mar» -y ella, que es tarantina de origen, tiene la garra del sur y es una mujer de pathos, sabe de la inmensidad del océano-. «Es justo lo que ha hecho él con nosotros. No nos ha dicho nunca cómo pintar, nos ha hecho amar la pintura, nos ha enseñado a ser personas»- insiste conmovida.
Doy fe, desde que la conozco, Angela cuenta cómo conocer a B. le cambió para siempre. Recordé entonces cómo describe Julián Marías en Breve tratado de la ilusión esas veces en las que la relación entre el maestro y el discípulo toma una nueva perspectiva porque el primero no se dedica a transmitir algo estático, sino a sacar del joven su contenido más verdadero. Miro a Angela pensando lo afortunada que es. Su vida es más rica, más ilusionante, y Angela es más Angela porque tiene un maestro. Porque su enigma está flanqueado por ese hombre que, con paso adelantado, le tiende la mano.
Vuelvo a mis másters y me desalienta la modalidad híbrida y los procesos de admisión. Advierto lo que ya sé: que tras esta idea, tras la esperanza de salvar algo con el enésimo libro o nuevo proyecto en el que embarcarme, sobre todo, busco una mano -otra más- con la que responder a la misma pregunta de siempre. Esa que repetimos Angela y yo cantando en la cocina: «…pero qué delirio la vida, pero ¿cómo se hace? ¿Cómo se vive?».